Por Jaime Torres Bodet*
Oigo subir la noche, como un agua
oscura por las hondas cañerías,
como un agua que fuera ira disuelta,
marea de odio sobre el gran desierto
de la tierra dormida…
Suben, con ella, innumerables restos
de cosas que no quiso
cristalizar la luz de la memoria:
cadáveres de sueños insepultos,
ruinas de instantes hace mucho hundidos
en el lodo tenaz de las derrotas,
banderas de esperanzas desgarradas
por quién sabe qué viento áspero y terco,
velas de naves náufragas
en bahías de llanto y de silencio.
Pero entre tantas sombras
sube una clara estrella en esa ola.
Fue una verdad incorruptible. Un canto
limpio como el fervor de un acto bueno.
Y en ese canto reconozco mi alma.
Y la voz de ese canto me conforta.
Y su encendida desnudez me salva.
Podrán subir por las ocultas venas
de la conciencia, todas las desgracias,
todas las horas malas,
todas las velas náufragas,
todas las ilusiones insepultas
y todas las banderas desgarradas;
porque —si, entre ellas, sube
una verdad de amor dicha en voz alta—
tendrá sentido el tiempo
y no habrán sido inútiles
ni el dolor, ni la angustia, ni el esfuerzo.
Una palabra pura
perdona al hombre que la dijo un día
y lo lleva, seguro, hasta la muerte.