Por Jaime Torres Bodet*

 

 

Oigo subir la noche, como un agua

oscura por las hondas cañerías,

como un agua que fuera ira disuelta,

marea de odio sobre el gran desierto

de la tierra dormida…

 

Suben, con ella, innumerables restos

de cosas que no quiso

cristalizar la luz de la memoria:

cadáveres de sueños insepultos,

ruinas de instantes hace mucho hundidos

en el lodo tenaz de las derrotas,

banderas de esperanzas desgarradas

por quién sabe qué viento áspero y terco,

velas de naves náufragas

en bahías de llanto y de silencio.

 

Pero entre tantas sombras

sube una clara estrella en esa ola.

Fue una verdad incorruptible. Un canto

limpio como el fervor de un acto bueno.

Y en ese canto reconozco mi alma.

Y la voz de ese canto me conforta.

Y su encendida desnudez me salva.

 

Podrán subir por las ocultas venas

de la conciencia, todas las desgracias,

todas las horas malas,

todas las velas náufragas,

todas las ilusiones insepultas

y todas las banderas desgarradas;

porque —si, entre ellas, sube

una verdad de amor dicha en voz alta—

tendrá sentido el tiempo

y no habrán sido inútiles

ni el dolor, ni la angustia, ni el esfuerzo.

 

Una palabra pura

perdona al hombre que la dijo un día

y lo lleva, seguro, hasta la muerte.  

 

*Poema publicado el 6 de octubre de 1965, en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Número 190.