Por Juan García Ponce*

 

En más de un sentido, la secularización del arte puede considerarse en realidad un fenómeno contemporáneo. Durante gran parte de su historia el arte en general y muy especialmente las artes plásticas han estado al servicio de las creencias religiosas, se han encargado humildemente de representar, de dar forma, individualizándolas, a las concepciones teológicas de la divinidad. En este sentido, durante mucho tiempo en las sociedades primitivas el artista ha sido considerado un vocero de Dios, una especie de intermediario a través del cual éste se expresaba, revelándose a sí mismo. Y al artista. Por su parte, tampoco le desagradaba este papel, que en un sentido simbólico está cerca de la verdadera esencia del impulso creador.

Así, esta estricta relación con las concepciones religiosas de la época no sólo ha dotado al arte de una función concreta y específica, al darle lugar dentro de la sociedad, sino que también ha determinado sus propias características formales haciendo que las concepciones teológicas rigieran en una medida muy amplia los cánones estéticos, determinándolos y otorgándoles un sentido específico.  Su influjo  puede advertirse tanto en los mosaicos bizantinos, al establecer un sentido del espacio plástico, como en la escultura hindú y el arte maya o azteca, en la configuración misma de las obras, que hace que la forma participe de lo sagrado y se convierta en su expresión.

Pero si durante mucho tiempo esta participación del arte en la vida religiosa de la comunidad contribuía por un lado a enriquecerlo y vivificarlo, por otro también lo limitaba a la vida misma de esa comunidad, convirtiéndolo tan sólo en la expresión directa de un exclusivo tipo de creencias. Hasta hace muy poco tiempo, la belleza formal de una figura maya, por ejemplo, podía ser despreciada por ser la representación de un ídolo y todavía Goethe no vacilaba en manifestar su horror ante las “bárbaras” obras de arte hindús. Sólo en nuestro tiempo ha sido posible empezar a apreciar un “arte mundial”, estableciendo la relación indispensable entre las obras y los cánones culturales, las concepciones religiosas, que provocaron y respaldaron su creación.     

A esta “universalización” de la cultura mediante la expansión y el intercambio corresponde también con otra medida y dentro de un ritmo diferente, un cierto grado de universalización de las ideas religiosas. El estudio comparado de las religiones, las investigaciones realizadas por la psicología moderna sobre su origen, han permitido establecer las profundas correspondencias entre las diversas concepciones de la divinidad, acercándola al arquetipo único que dentro de sus distintas manifestaciones corresponde a un anhelo universal único también.

Durante casi dos mil años, la figura de Cristo ha estado estrechamente ligada a la evolución de las artes plásticas en el mundo occidental. Aunque en los primeros siglos del cristianismo se rechazó su representación en términos figurativos, por el temor a la idolatría característica  de la tradición religiosa judaica, se le representaba por diversos signos (el pescado, el cordero) y siglas. Luego el Concilio de Constantinopla, realizado en el año 692, ordenó que en adelante fuera representado como un ser humano en vez de bajo la forma simbólica del cordero. “El artista—dice el decreto— debe guiar nuestra memoria para ver a Jesús viviendo, sufriendo y muriendo por nuestra salvación y la redención del mundo”. Al amoroso cuidado con que de ahí en adelante los más grandes artistas se dedicaron a esa labor de representación, se deben las más grandes obras de la cultura occidental y al mismo tiempo, en ellas, encontramos una segunda guía de las diversas etapas por las que en el desarrollo de la historia, ha pasado esa cultura. Así, la figura de Cristo nos muestra la profunda relación de su iglesia con el mundo oriental en la opulencia de los mosaicos bizantinos y en los primeros íconos; se alarga y espiritualiza más aún durante la Edad Media para simbolizar el desprecio por la materia y el triunfo total del espíritu sobre la naturaleza y en el Renacimiento guarda dentro de sí el acercamiento a los cánones griegos convirtiéndose muchas veces en un pretexto para elogiar la belleza del cuerpo humano y el imperio de la forma por encima del contenido (como puede verse, por ejemplo, en la maravillosa Flagelación de Piero de la Francesca), para un poco después, ver reducida su historia con el advenimiento de la Reforma, que obliga a los artistas a dejar a un lado la presencia de la Virgen y centrar la atención exclusivamente en los aspectos más dolorosos de la Pasión, que los artistas alemanes se encargan de representar con descarnada meticulosidad.

Pero paralelamente, a este desarrollo en el tiempo, la representación plástica de la vida de Cristo se ha ido extendiendo en el espacio. Las guerras de conquista son durante varios siglos al mismo tiempo guerras religiosas y la labor de los misioneros extiende la fe cristiana por todo el mundo, haciendo que su representación plástica sea también en cierta medida universal y permitiendo que se mezclen en ella los elementos más significativos de las naciones y culturas conquistadas para la nueva fe . A los antiguos signos del cordero y el pescado se agregan ahora de una manera inevitable las espigas de Changó en Haití; al sustituir a Tonatzín, la Virgen adquiere facciones indígenas en México y su representación se enriquece con nuevos motivos ornamentales; La Adoración de los Magos, La Huida a Egipto, empiezan a desarrollarse no sólo en los países nórdicos de los cuadros europeos, sino también en medio de la exuberante vegetación tropical de África y Oceanía; en la India, Jesús adquiere una nueva fisonomía, que subraya su espiritualidad y en cierta medida la acerca a Buda. Con todo esto, la religión contribuye también a la universalización de la cultura, permitiendo que a través de la unidad temática las características nacionales se expresen dentro de un marco que facilita su comprensión y dentro de su misma diversificación de formas y maneras lleguen a esa unidad maravillosa en la que el centro es el hombre, sin destruir las diferencias y particularidades sobre las que muy precisamente se asienta su riqueza.

En esta dirección, el breve panorama iconográfico de las diversas interpretaciones de la vida de Cristo incluido en este número de La Cultura en México, intenta cubrir su desarrollo no sólo en el tiempo, sino de una manera fundamental, en el espacio.  Por medio de ella, la imagen del Salvador no sólo extiende su influjo por encima de todas las naciones, entrando a formar parte de la vida misma de éstas, sino que reafirma sus características arquetípicas universales y permite que sobre ellas influyan también las tendencias regionales de una manera que unas veces  nos revela su profunda conexión con distintas figuras religiosas (como es el caso en las interpretaciones plásticas de los artistas hindús) y otras proyecte su estrecha relación con el alma popular, provocando la realización de obras en las que la gracia ingenua y directa de la representación no hace más que subrayar, bajo su alegre superficialidad, su penetración simbólica en todos los aspectos de la vida cotidiana de los pueblos.  

>Texto publicado el 17 de abril de 1963, número 61 del suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!