¿Cómo no recordar al periodista y escritor Fernando Benítez? Quien creó una forma de sentir la cultura en México, a través de plasmar su visión de las situaciones sociales y culturales que influían en nuestro país, y que iban formando una cultura transformadora, donde los aconteceres (recientes) se mostraban como el inicio de un México moderno. Así nacieron los suplementos culturales más rigurosos e influyentes, de los cuales estuvo a cargo, como: Nacional (1947); México en la cultura del diario Novedades (1949-1961); La cultura en México en el semanario Siempre! (1962-1970); Sábado del diario Unomásuno (1977-1986) y La jornada semanal y libros (1987-1989). Y por toda esta trayectoria recibió el Premio Nacional de Periodismo de México en Divulgación Cultural (1986).

En sus obras, también de carácter social, antropológico, siempre estuvo presente el interés hacia nuestra cultura, y así nacieron libros señeros, como: En la tierra mágica del peyote, donde hace un estudio sobre los huicholes y el empleo de los enteógenos en contexto puramente religioso; otro libro: Los hongos alucinantes, donde narra un encuentro de un antropólogo mexicano con María Sabina, la sabia de los hongos. Y además escribe de forma detallada algunas experiencias con hongos que el autor llevó a cabo bajo la tutela de Sabina. Y El agua envenenada, novela que impacta: muestra cómo la violencia llevada hasta sus últimas consecuencias, en forma de venganza, y que aún perduran en ciertas regiones de México, es capaz de rebasar a las leyes escritas para juzgar o llevar a cabo “su justicia”, en fin, está basada en un hecho que sucedió en nuestro país e inspiró a Fernando Benítez la trama de esta novela.

También recibió los galardones: Premio Mazatlán de Literatura (1969); Premio Nacional de Antropología (1980); Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1978). Y fue asesor de la UNESCO en materia de periodismo, entre otras funciones importantes dentro y fuera del país.

Y para terminar esta reseña, y como homenaje a Fernando Benítez, que falleció hace dieciocho años (el veintiuno de febrero del año dos mil) escribo el inicio —que impacta al lector— de su novela El agua envenenada: “Recibí la orden de Su Ilustrísima el viernes, y el domingo, a las ocho de la mañana, cruzaba el atrio de la catedral. Le confieso que para un cura de aldea no resulta fácil ser llamado a la presencia de su Arzobispo, sobre todo después de los terribles acontecimientos en que participé de un modo forzado e inexplicable”.