A México le tocó dormir junto a un paquidermo y todo movimiento de esa mole implica el riesgo de ser aplastado. En tales condiciones, nunca ha sido fácil la convivencia con el grandulón, lo que ha obligado a desarrollar mecanismos defensivos que se expresaban en una política exterior cuidadosa y generalmente digna.

Ante los históricos agravios de Washington, México adoptó tradicionalmente una actitud mesurada pero firme. Desde luego, hubo presidentes que estuvieron al servicio de las agencias gringas de espionaje, como el criminal Gustavo Díaz Ordaz y el demencial Luis Echeverría o como Adolfo López Mateos, el primer guatemalteco presidente de México (véase para el caso el libro Otra máscara de esperanza, de Adriana González Mateos; “El guatemalteco que gobernó México”, de Soledad Loaeza en Nexos de 1/VII /2009; o el libro de Regina Santiago Núñez, Gonzalo de Murga y Suinaga. Un Quijote en México, entre otras fuentes).

Los servicios de esos expresidentes, y probablemente de otros, eran también una forma de buscar capacidad de maniobra ante el intervencionismo de Estados Unidos, de ahí que México jugara el papel de un discreto puente para los tratos con Cuba o fuera un factor de equilibrio frente a la sed de hemoglobina de diversas dictaduras latinoamericanas.

Felipe Calderón, para paliar su ilegitimidad, se echó en brazos del gobierno vecino y aceptó hacer de la Iniciativa Mérida el eje de una política que causó la muerte de más de cien mil mexicanos y la “desaparición” de decenas de miles más. Esa política se ha mantenido hasta la fecha con resultados todavía más nefastos.

Tanto entusiasmo por agradar al vecino explica los traspiés de la actual administración frente a Donald Trump, quien en mala hora fue recibido en Los Pinos cuando sólo era un candidato, ocasión que aprovechó el tipo del copete rubio para desplegar su proverbial patanería.

Desde entonces, la política exterior mexicana —cualquier cosa que eso signifique en este sexenio—ha ido dando tumbos en su afán de congraciarse con el energúmeno. El episodio más reciente es la incalificable ofensa que Trump ha propinado a Enrique Peña Nieto, a quien llamó “loco” porque éste le pidió informar a los estadunidenses que los mexicanos no pagaremos el proyectado muro fronterizo.

Bien por la negativa, pero los hechos muestran que el gobierno mexicano está lejos de mantener esa firmeza en su trato con la Casa Blanca, pues ya Luis Videgaray anunció que seguirá “trabajando de manera constructiva en la relación bilateral”. ¿Y dejándose escupir, como hasta ahora?