Las mayores conflagraciones políticas, a lo largo de la historia, no provienen del enfrentamiento de ideologías, de partidos, de facciones, de credos y, ni siquiera, de intereses sino de la contraposición entre dos comportamientos de la psique de los políticos.

Por una parte, aquellos que conciben y practican la política con apego a la realidad y, por otra, quienes lo hacen en el espacio de lo imaginario. Estas oposiciones entre la realpolitik y la política-ficción han provocado más crisis, revoluciones y guerras que todas las ideologías o los intereses que han inspirado a los seres humanos, a lo largo de su existencia.

El delirio del derecho divino de los reyes, el surrealismo de la superioridad aria, la alucinación del comunismo o la locura del colonialismo han tenido que enfrentarse a la fantasía de la libertad, al ensueño de la democracia, a la ficción del republicanismo o al frenesí de la justicia.

Este es el riesgoso filo de navaja sobre el que hemos caminado. La política-ficción lleva, siempre, a la confrontación. Sobre todo cuando se opone a otra ficción política. Solo la política real es la que nos lleva al respeto, la tolerancia, el consenso, la cooperación y la convivencia.

En el México actual, esa evasión psíquica es la que hace que los asuntos importantes carezcan de interés colectivo y que nos refugiemos en el debate de lo intrascendente. Desde luego, no pretendo decir que somos irresponsables o estúpidos. Estos fenómenos suceden aun en las sociedades preocupadas e inteligentes.

Pero esto es lo que nos lleva a la instalación de la república imaginaria. Aquella donde sus gobernantes no se comprometen y donde sus candidatos no se obligan. Aquella donde sus electores no se interesan. La que no quiere reconocer sus problemas porque tampoco quiere asumir sus soluciones ni sus precios. La que la historia registra como ajena al progreso, a la mejoría y al perfeccionamiento.

Su esencia está constituida por una disociación de la realidad y una entronización de lo inexistente.

En días recientes se ha dicho que algunos de nuestros políticos son pueriles. Hay, por desgracia, mucha razón en ello. La característica esencial del pensamiento del niño es su falta de objetividad. Su universo es subjetivo a plenitud. Sus ilusiones y sus miedos no son entelequias figurativas sino sólidas realidades. Santa Claus y El Coco son para él tan reales como el perro y la pelota. Sus espantajos no le provocan la zozobra inquieta de un thriller sino el verdadero pánico de un terror real.

Todo ello nos obliga a tomarnos muy en serio el grave asunto de la psique en la política, así como para reinstalar en la realidad a todos aquellos que han caído en el desbarranco del extravío.

La imaginación, según Octavio Paz, es el más valioso de nuestros dones, pero el más peligroso. Si nos abandona nos convertimos en bestias. Si nos domina nos convertimos en esclavos. Dosificarla y dominarla es el atributo exclusivo de las grandes naciones y de sus grandes gobernantes.

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