Por Claire Seeber

 

AHORA: HORA CERO

 

LA LUZ SE ASOMA SOBRE EL HORIZONTE DETRÁS DE LAS COLINAS mientras nos acercamos a los terrenos del hospital, pero el día ya se ve gris.

No puede haber esperanza para hoy.

Mis ojos se sienten ásperos y calientes: me arden por el cansancio y el humo. Me los tallo, pero esto sólo lo empeora.

La mujer a mi lado en la ambulancia dice algo, pero parece no tener ningún sentido. No entiendo las palabras que enuncia. Le respondería, aunque apenas puedo tragar. La cabeza me punza; mi garganta se siente como una lija; mi boca sabe a ceniza y a culpa.

La mujer todavía lleva una bata: la tela es imitación de terciopelo rosa, aunque ya casi ni es rosa. Ella está pálida y desorientada; con manchas de lágrimas, con rastros de hollín. Imagino que yo me veo igual.

No me importa cómo me veo.

Sólo quiero saber dónde está Emily.

Nadie ha podido decirme nada. No ha habido más que caos; nadie a quien preguntarle, o explicarle… sólo confusión y pánico. Los policías que después de un tiempo llegaron a la escena estaban demasiado ocupados tratando de acarrear a todos hacia el camino afuera de los terrenos. Observamos con desesperación creciente conforme las llamas crecían, eran tan altas que se veían por encima de las rejas, el espeso humo negro elevándose sobre las copas de los árboles, escombros ardientes volando con la brisa. Observamos hasta que nos obligaron a bajar por el camino hacia una especie de salón municipal, en donde esperamos a que llegaran las ambulancias.

Los paramédicos nos aseguran que todo se resolverá pronto: que, en el hospital, nos darán noticias de nuestros familiares y amigos, que sólo tenemos que «aguantar. Sigue aguantando, qué buena chica».

Estoy aterrada. Siento un dolor agobiante que me carcome el estómago. Necesito encontrar a Emily y luego irme. Largarme de aquí antes de que me encuentren.

Estoy más aterrada ante la idea de que no encontraré a Emily.

La noche anterior pasa por mi cabeza de nuevo y luego se detiene, se congela, rebobina. Se reproduce otra vez. Y otra. Las llamas lamen las paredes, el humo se escabulle bajo las puertas. El calor, la falta de aire.

Me agarro la cabeza palpitante entre las manos para detener las imágenes que se suceden sin remordimiento… pero es imposible.

—¿Estás bien, linda? —el paramédico calvo extiende su mano, presiona mi cabeza suavemente para levantarla y mirarme.

—Sí —grazno. No es cierto—. Gracias.

—¿Te duele la mano? —señala mi mano vendada.

—Un poco. Me duele la garganta y tengo los hombros muy adoloridos.

Hablar me hace toser. Me inspecciona el rostro. Le observo las pestañas cortas y gruesas, como cerdas de cepillo de dientes.

—¿Algo más? ¿Te sientes rara? ¿Mareada? ¿Dolor de cabeza?

Quiero agarrarle la mano y quedarme así. Podría salir flotando si no lo hago.

—Estoy bien, de verdad.

Nunca he estado menos bien en toda mi vida.

—Bueno —me suelta la cara—. Con calma, ¿de acuerdo? Estás en el lugar adecuado. Te revisarán por la inhalación de humo.

Pero estoy en un lugar por completo equivocado.

Las luces fluorescentes de la sala de emergencias me ciegan cuando se abren las puertas de la ambulancia para dejarnos salir. Aprieto los ojos y desciendo, desorientada.

Pienso en borregos en un camión, siguiendo a ciegas, tropezándose torpemente hacia adelante. Un pájaro solitario canta y luego se interrumpe. No es un día para celebrar.

Hay un equipo de reporteros en las puertas del hospital. Camino hacia adentro, detrás del rebaño. En la boca un sabor acre: el sabor del humo.

Al pie de la escalera que ahora todos comienzan a subir, detengo a una enfermera de uniforme azul que corre hacia abajo. Se ve tensa.

—Estoy buscando a Emily Southern —digo—. ¿Puede ayudarme?

—¿Quién? —frunce el ceño.

—Mi amiga. El incendio.

—No estoy segura —sacude la coleta rubia—. Perdón. Necesitas quedarte con tu grupo. Seguro alguien vendrá a hablar con ustedes pronto —retoma su camino, apresurada.

Me siento en el cuarto con los demás por un rato hasta que ya no aguanto más. Me duele la mano y nadie ha venido todavía; un joven representante de asistencia médica de expresión desconcertada nos hace compañía. Nos mantiene cautivos.

—La policía vendrá en un momento —dice una y otra vez, cada vez más hostigado. La mujer de la ambulancia ahora está llorando. Un hombre corpulento le bufa a su celular. «Sólo ven y sácame de aquí», dice.

El representante de asistencia médica trata de llamar a alguien; parece que nadie puede ayudarlo.

—Por favor —le digo a la mujer sollozante—. No llores. Todo estará bien.

Pero tengo la impresión de que no será así. Alguien nos trae té, pero yo no quiero. El miedo se instala en mi pecho, estoy al borde de la histeria. Me imagino las llamas lamiendo la puerta. Me paro y me siento de nuevo unas cuantas veces, hasta que finalmente sé que tengo que salir de este cuarto.

Llevo la ropa con la que me desperté, la cual incluye la sudadera de Emily y mi piyama. Tengo mi celular, que desde hace un rato se quedó sin batería. No tengo nada más.

Abro la puerta.

—Por favor, quédese aquí, señorita —dice el joven—. Alguien vendrá en un minuto para hablar con ustedes.

—Sólo tengo que ir al baño —miento.

—Bueno —se encoge de hombros—. Está al final del pasillo.

Afuera del cuarto, doblo en una esquina: los policías hablan con una mujer de bata blanca al fondo del corredor. Sus asuntos son privados, mi instinto es esconderme. Camino hacia atrás sin respirar.

Espero un momento, luego me asomo con cautela desde la pared.

Uno de ellos lleva una lista.

—De acuerdo. Entonces ése es Peter Graves. Pobre cabrón —apunta algo—. ¿Y Laurie Smith, dijo? —pregunta ahora.

«Aquí», estoy a punto de gritar. Doy un paso al frente…

—¿Laurie Smith está muerta? —dice levantando los ojos de la lista y mirando a la mujer—. ¿Está segura?

Me petrifico.

—Me temo que sí —la mujer asiente, su cuidadoso corte de cabello meciéndose—. Murió de camino. Nada agradable.

El policía escribe algo de nuevo.

—¿Y su compañera de cuarto? —el otro revisa la lista—. Emily South-algo, creo. Si esta puta lista está bien, en todo caso. El hotel es increíblemente incompetente.

—Sólo una mujer —la doctora le da un trago a su café, se limpia la boca—. Y los dos hombres que ya discutimos. Aparte, la recamarera está todavía en cuidados intensivos. Sabremos qué sucede en las próximas horas, imagino —su tono es indiferente. Aterradoramente indiferente—. Por lo general es muy rápido.

Desde donde me encuentro, veo al policía pelirrojo escribir.

—Podría haber sido peor, supongo —dice—. Un incendio de esa magnitud.

—Tienes razón, gracias a Dios que no fue así —la doctora concuerda—. Unos cuantos con heridas superficiales, pero en efecto. Podría haber sido mucho peor.

El corazón me late tan deprisa que creo que me va a explotar. Me recargo contra la pared para no caer.

Laurie Smith está muerta.

Pero yo no estoy muerta. Estoy aquí parada, en este corredor del hospital. Lo cual significa, significa…

Es Emily. Debe ser Emily.

—¿Ya contactaron a las familias?

*Fragmento del thriller 24 horas, de Claire Seeber (Ediciones B, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.