Por Riley Sager*

 

Pine Cottage. 01:00 h

 

El bosque tenía garras y fauces.

Quincy corría entre los árboles gritando mientras todas aquellas rocas, espinas y ramas la mordían y la arañaban, pero no se detuvo. Ni cuando las piedras se le hincaron en las plantas de los pies descalzos. Ni cuando un tallo le azotó la cara como un látigo y un hilo de sangre le chorreó por la mejilla.

Detenerse no era una opción. Detenerse era morir. Así que siguió corriendo, incluso cuando una zarza se le enredó en el tobillo y le atravesó la carne. La zarza se estremeció al tensarse, antes de que Quincy se liberara por el propio ímpetu de la carrera. Si le dolió, no registró nada. Su cuerpo soportaba más dolor del que podía asimilar.

Era el instinto lo que la hacía correr. Una certeza inconsciente de que necesitaba seguir adelante, a toda costa. Ya había olvidado por qué. Los recuerdos de cinco, diez, quince minutos atrás habían desaparecido. Si su vida dependía de recordar de qué estaba huyendo, estaba segura de que moriría allí mismo en el lecho del bosque.

Así que corrió. Y gritó. Intentó no pensar en la muerte.

Un resplandor blanco apareció a lo lejos, tenue a lo largo del horizonte ahogado de árboles.

Faros.

¿Había una carretera cerca? Quincy esperaba que sí. Junto con los recuerdos, había perdido cualquier sentido de la orientación.

Corrió más rápido, chilló más fuerte, se precipitó hacia la luz.

Otra rama le golpeó la cara. Era más gruesa que la anterior, como un rodillo de amasar, y el impacto la aturdió y la cegó a la vez. La cabeza le retumbó de dolor al mismo tiempo que unos destellos azules le nublaban la vista. Cuando se disiparon, vio una silueta que descollaba frente a los haces de luz de los faros.

Un hombre.

Él.

No, él no.

Otro.

Estaba a salvo.

Quincy apuró el paso. Tendió los brazos ensangrentados, como si así pretendiera atraer al desconocido hacia ella. Con el gesto, el dolor en el hombro se reavivó. Y con el dolor llegó, si no un recuerdo, una constatación. Una constatación tan atroz que solo podía ser cierta.

No quedaba nadie más con vida.

Todos los demás estaban muertos.

Quincy era la única que se había salvado.

1.

Tengo las manos pringadas de chocolate cuando Jeff me llama. Por más que haya procurado no mancharme, la crema me chorrea por los nudillos y se me mete en el hueco entre los dedos, pegajosa como el engrudo. Nada más ha quedado indemne un meñique, con el que pulso el botón de manos libres.

—Carpenter y Richards, detectives privados —digo, imitando la voz susurrante de una secretaria de cine negro—. ¿En qué puedo ayudarle?

Jeff me sigue el juego, con una voz áspera de tipo duro en algún punto entre Robert Mitchum y Dana Andrews.

—Ponga a la señorita Carpenter al aparato. Necesito hablar con ella urgentemente.

—La señorita Carpenter está ocupada en un caso importante. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—Sí —dice Jeff—. Dígale que mi vuelo de la Segunda Ciudad se ha retrasado.

Abandono la farsa.

—Oh, Jeff, ¿en serio?

—Lo siento, cariño. Los riesgos de volar a la Ciudad de los Vientos.

—¿Cuánto retraso hay?

—Entre dos horas y «con suerte estaré en casa la semana que viene» —dice Jeff—. Por lo menos espero librarme del principio de la Temporada Repostera.

—No te hagas ilusiones, amigo.

—¿Cómo va, por cierto?

Me miro las manos.

—Patas arriba.

Temporada Repostera es como Jeff llama al agotador tirón entre principios de octubre y finales de diciembre, cuando llegan todas esas festividades de postres suculentos sin tregua. Le gusta decirlo con voz amenazante, levantando las manos y moviendo los dedos como patas de araña.

Irónicamente, es por culpa de una araña que tengo las manos embadurnadas de crema. Hecha con trufa de chocolate amargo, se tambalea sobre la panza en el borde de un pastelito, que apresa por ambos lados con sus patas negras. Cuando los pastelitos estén listos, los colocaré para fotografiarlos y los expondré en la pestaña de sugerencias de postres para Halloween en mi página web. El tema de este año es «Deliciosa Venganza».

—¿Cómo está el aeropuerto? —le pregunto.

—A tope. Pero creo que sobreviviré atacando el bar de la terminal.

—Llámame si el retraso se alarga —le digo—. Estaré aquí, rebozada de chocolate.

—Que vayas ligera como el viento —contesta Jeff.

Nada más colgar, vuelvo a la araña de trufa que cubre en parte el pastelito de chocolate y cereza. Si lo he hecho bien, el relleno rojo debería rezumar al primer mordisco. Esa prueba vendrá después. Ahora mismo, mi principal preocupación es el exterior.

Decorar pastelitos es más difícil de lo que parece. Sobre todo cuando los resultados circularán por internet para que miles de personas los vean. Las manchas y los goterones no están permitidos. En un mundo en alta definición, cualquier fallo es capital.

«Los detalles importan».

Ese es uno de los diez mandamientos de mi página web, encajado entre «Las jarras graduadas son tus amigas» y «No temas fracasar».

Acabo el primer pastelito y me pongo con el segundo cuando el teléfono vuelve a sonar. Esta vez no me queda ni siquiera un meñique limpio, y me veo obligada a ignorar la llamada. El teléfono sigue vibrando, desplazándose por la encimera como de puntillas. Luego queda en silencio, deteniéndose un momento antes de emitir un pitido delator.

Un mensaje.

Curiosa, dejo la manga pastelera, me limpio las manos y miro el teléfono. Es de Coop.

Tenemos que hablar. Cara a cara.

Mis dedos se detienen encima de la pantalla. Aunque Coop tarda tres horas en llegar en coche a Manhattan, ha hecho ese viaje de buena gana muchas veces. Siempre que es importante.

Le contesto. ¿Cuándo?

Su respuesta llega en cuestión de segundos. Ahora. Donde siempre.

Siento una punzada de inquietud en el nacimiento de la columna. Coop ya está aquí. Y eso solo puede significar una cosa: algo va mal.

Antes de salir, ejecuto rápidamente el ritual previo a uno de mis encuentros con Coop. Dientes cepillados. Labios brillantes. Xanax adentro. Trago la pastillita azul con zumo de uva, que bebo a morro de la botella.

En el ascensor se me ocurre que debería haberme cambiado de ropa. Sigo con el uniforme de cocina: vaqueros negros, una camisa de vestir vieja de Jeff y bailarinas rojas. Todo moteado de harina y restos de colorante. Veo que un zarpazo de crema reseca me cruza el dorso de la mano, una marca morada que deja traslucir la piel. Parece un cardenal. Me lo quito con la lengua.

Al salir a la acera de la calle Ochenta y Dos, giro a la derecha hacia Columbus Avenue, ya a rebosar de transeúntes. Me pongo tensa al ver a tantos desconocidos. Paro y rebusco en el bolso con los dedos crispados hasta dar con el frasco de espray lacrimógeno que llevo siempre encima. La multitud protege, sí, pero también transmite más incertidumbre. Solo después de encontrar el espray echo a andar de nuevo, frunciendo el ceño con cara de pocos amigos.

Aunque ha salido el sol, el aire es fresco y cortante. Típico de principios de octubre en Nueva York, cuando el tiempo parece oscilar al azar entre el calor y el frío. De todos modos no hay duda de que el otoño se nos echa encima. Cuando el parque Theodore Roosevelt aparece a lo lejos, las hojas están suspendidas entre el verde y el amarillo.

A través de las copas de los árboles alcanzo a ver el Museo de Historia Natural, atestado de hordas de colegiales esta mañana. Sus voces revolotean como pájaros entre las ramas. Uno de ellos pega un grito, y los demás se callan. Solo un segundo. Me paralizo en la acera, turbada, no por el grito, sino por el silencio que se hace de pronto. Entonces las voces de los niños arrancan de nuevo y me tranquilizo. Sigo andando, hacia una cafetería dos calles al sur del museo.

Nuestro sitio habitual.

Coop está esperándome en una mesa junto al ventanal, igual que siempre. Esa cara sagaz y angulosa que parece reflexiva en momentos de reposo, como ahora. Un cuerpo a un tiempo alargado y grueso. Manos grandes, donde luce el anillo de graduación con el rubí en lugar de la alianza. Solo su pelo, que lleva siempre al rape, ha cambiado. Cada nuevo encuentro trae algunas canas más.

Su presencia no pasa desapercibida a todas las niñeras y los modernos cafeinómanos que abarrotan el local. Nada como un policía de uniforme para que la gente se ponga alerta. Ya sin uniforme, Coop intimida. Es un hombre corpulento, una masa de músculos torneados. La camisa azul almidonada y los pantalones negros con la raya bien marcada solo acrecientan su tamaño. Levanta la cabeza cuando entro, y veo el agotamiento en sus ojos. Debe de haberse echado a la carretera nada más acabar el turno de noche.

Ya hay dos tazas en la mesa. Earl Grey con leche y doble de azúcar para mí. Café para Coop. Negro. Amargo.

—Quincy —dice, asintiendo.

Siempre me saluda con ese gesto seco. Es su versión de un apretón de manos. Nunca nos abrazamos. No desde el abrazo desesperado de la noche en que nos conocimos. Por más veces que nos veamos, siempre tengo presente ese momento, que se repite hasta que consigo desterrarlo de mi cabeza.

«Están muertos —conseguí articular mientras lo abrazaba, desatascando las palabras viscosas del fondo de la garganta—. Están todos muertos. Y él aún anda suelto».

Diez segundos más tarde, Coop me salvó la vida.

*Fragmento del thriller Las supervivientes, de Riley Sager (Alfaguara, marzo 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.