Por Alejandro Hernández Palafox*

 

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Hoy ha venido un funcionario de la justicia a confirmarme mi sentencia de muerte. Se paró allí, frente a la reja, olisqueó un poco hacia la celda y gesticuló como si algo le desagradara. Tenía las cejas pobladas, los ojos negrísimos y una voz aguda y eficiente. Pasó unas hojas sobre otras y luego leyó con grito mesurado los detalles de mi condena. Por tales y tales motivos, en tal fecha y a tal hora, el ciudadano tal será colgado hasta perder la vida. Firmas de tales y tales magistrados, sellos del Tribunal Superior de Justicia. El hombre aquel emparejó sus papeles, me miró como preguntando si tenía algo que decir y yo contesté que no con la cabeza, incapaz de estar a la altura de sus atenciones. No es que sea un ingrato, de lo que me acusa mi madre con frecuencia, más bien es que soy un poco torpe para expresar mi gratitud. Entonces, sin más divertimento, se fue cojeando, como supongo debió haber llegado.

Yo sabía que mi sentencia iba a ser ratificada. No sé cómo dejé que el abogado apelara si no hay manera de revertir las decisiones de los jueces una vez que se les mete algo en el dictado. Se lo dije varias veces, al menos quince. No, señor licenciado, ya no apele usted, no se moleste. Yo estoy conforme con morir a manos del Estado. Creo sinceramente que no hay mayor honor que ser asesinado legalmente. Las demás muertes son fútiles y carecen de grandeza. Por favor, no apele.

No me hizo caso y ahora ya ven ustedes, pasaré una vergüenza terrible, porque la prensa se dará un banquete mañana y ensayará encabezados mordaces para decirle a la gente que no pude escapar de la sentencia. Como si yo quisiera librarme de morir. Como si no gozara de suficiente orgullo para abstenerme de pedir clemencia. Esto me tiene muy molesto. Nunca supliqué nada y ahora un abogado que apenas conozco me hace pasar por quejumbroso. Porque yo sé que apelar sólo es mendigar unos meses o unos años más de vida. Si de todos modos nos vamos a morir, qué caso tiene jugar a la sobrevivencia. He despedido al abogado hoy mismo. Se fue atribulado porque quería ser héroe a mi costa y no pudo salirse con la suya. Me planté muy firme, con toda la dignidad que me ha distinguido desde que estaba en el vientre de mi madre y le dije, letra a letra, a manera de venganza por el bochorno que me ha hecho pasar: señor licenciado, queda usted despedido, y luego corté las sílabas como hacen los indignados en las películas y le dije: des-pe-di-do. Créanme ustedes que ésta ha sido una de las pocas satisfacciones que he gozado en los últimos años.

Por lo demás, cuando el desventurado oficial de juzgado vino a decirme que me ejecutarán el próximo 19 de mayo barrunté una gran alegría porque ya estaba cansado de tantos rumores acerca de mi muerte sin tener el gusto de conocer la fecha. Ahora, en cambio, ya puedo contar los días que me quedan y disfrutarlos como debe ser. Siempre he sabido que la peor calamidad humana es tener conciencia de que somos mortales y no tener idea de cuándo terminará la vida. Puedo decir que soy el único privilegiado en todo el país, porque conmigo se inaugura la pena de muerte y, más privilegiado aún, porque soy el único que sabe qué día y a qué hora voy a morirme.

Nadie, de todos los millones que somos, puede saberlo, y nadie puede presumirlo. Que los demás, comerciantes y poetas, funcionarios y policías, médicos y ladrones, niños y ancianos, sigan angustiados por la incertidumbre, anhelando secretamente vivir para siempre y huyendo a cada instante de lo inevitable. Me he arrojado agua a la cara, me he peinado y he sacado la nariz por entre las rejas. Por aquí pasa poca gente, ya saben ustedes cómo son las cárceles, pero las muy escasas personas que me vieron sintieron el peso de mi orgullo. No tuve que decirlo, porque mi forma de pararme pegado a la reja y mi manera de mirarlos les gritaba claramente Soy el único, entre todos ustedes, que sabe exactamente cuánto falta para que llegue el momento de la muerte.

He pedido chocolate caliente y no me lo han traído porque están acostumbrados a endilgarme tés que no saben a nada y comida con olor a cartón humedecido. Mañana hablaré con el director para exigir mis derechos. Un chocolate caliente no se le puede negar a un condenado a la horca. Deberían saberlo ellos, que son los encargados de cuidarme para que no me muera antes de tiempo.

A pesar de esta petición no atendida, hoy por fin voy a dormir plácidamente, soñando flores amarillas y cenzontles de colores.

Foto: Juan Ortiz.

Foto: Juan Ortiz.

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Ayer les dije que dormiría como los ángeles, si es que existen y si es que duermen, pero cuando estaba perdiéndome en el sueño me acordé de mi señora madre. Ella no se resigna a que me maten. Pero, madre, le he dicho muchas veces, para qué quiere usted a este hijo vivo si no me queda más que morirme de viejo en la cárcel. Para qué, madre. Porque siempre lo he sabido, desde la primera hasta la última apelación, que si me levantaran la sentencia de muerte, me la cambiarían por cadena perpetua. Conmutar, le dicen. Co-matar, deberían decirle. O matar de a poco. Pero ella me ha dicho que me prefiere vivo. Que todas las madres del mundo quieren morir antes que sus hijos. Y también me ha dicho que la pena de muerte va contra sus creencias, que nadie puede quitarle a nadie la vida, sólo Dios, que es el que da y quita. Eso la tiene muy mortificada. Qué va a pasar cuando llegue al cielo y me pregunten el motivo de mi fallecimiento. Ella piensa que me enviarán a un lugar apartado, oscuro y con olor a flores marchitas, a donde mandan a los que han muerto sin el consentimiento de Dios. Pero qué, le he dicho yo, a Jesús también lo mató la ley de los hombres. Pero era para salvarnos, dice ella, pero tú, a quién salvas con morirte. Ah, mi madre, siempre me ataranta con sus respuestas filosóficas.

Acordarme de ella me quitó el sueño porque me aflige que le disguste la idea de que me cuelguen. No sé por qué eso le molesta tanto. Desde que me agarraron por primera vez, cuando era yo un niño y me metieron al centro de readaptación de menores, ella sufre. Cada vez que me detenían iba llorando a verme y a pedirme que me hiciera un hombre de bien, que consiguiera un trabajo decente y dejara de darle penas y vergüenzas. Ve a tu tío, cerrajero él, siempre con la cabeza en alto, y a tu primo Sebastián, mecánico primero y panadero después, luchando por la vida, y a tu hermana, tu santa hermana, mírala, bailarina de noche que no deja que nadie la toque. Si al menos enderezaras la cabeza cuando crezcas. Era una buena idea, pero ya adulto me prendieron otras veces y en la última, como la travesura había sido grande, se dieron el gusto de dictar sobre mi cabeza la primera sentencia de muerte del país. Desde entonces ella no ha parado de llorar, cada vez más hondamente, como una actriz que está segura de que mientras más llore más parecerá una mamá desconsolada. Así llevamos ocho años: ella llora y yo la veo. Sí, casi una década, porque deben saber ustedes que este abogado que me pusieron, defensor de oficio, le dicen, se la ha pasado apelando a cuanto tribunal encuentra. Primero alegaba que yo era inocente, después que era culpable pero bueno en el fondo, luego que culpable, pero loco, y terminó pidiendo clemencia. Ya deje usted eso, señor jurista, que yo con morir colgado estoy en paz. Pero vayan ustedes a decirle a un abogado cosas sensatas y verán lo que contesta. Los letrados siempre andan con libros en la mano recitando artículos, incisos y excepciones, y no hay forma de deshacerse de ellos. Lo soporté porque mi madre dice que ese abogado, de saco raído y zapatos desgastados, es el único que la comprende. ¡Vaya, no hay nada que hacer ni con él ni con mi madre!

Yo creo que hoy mismo mi madre se está enterando de que ya está todo dicho, las instancias agotadas y mi muerte dictada. Ella no lee periódicos ni ve televisión, pero conozco al menos a tres vecinas que felizmente acongojadas correrán a decirle Ya supo usted, doña Demetria, que estos canallas sentenciaron a Ramón otra vez. Y esta vez es la última, doña Demetria, ya no hay nada que pueda rescatarlo. Las dos abrazadas, la vecina satisfecha de haberle llevado la noticia, y mi madre abatida. Ah, las vecinas, siempre me han parecido una plaga. Deberían prohibir los vecindarios. Cada uno debería vivir lejos del otro y el otro del otro, así nadie se enteraría de las congojas ajenas y todos moriríamos en paz, sin disimular nuestras alegrías para evitar envidias y sin darle a nadie el gusto de llorar nuestras desgracias.

Todo mundo cree que mi madre es muy sentimental, pero yo sé que eso aparenta nada más con tal de ocultar su personalidad intelectual. La prueba está en que dice cosas muy extrañas como, por ejemplo, Por qué tuviste que matar a ese pobre hombre unos días después de que aprobaran la pena de muerte, por qué, Ramón, no lo mataste antes, qué tienes en la cabeza. Y yo, que soy un hijo rebelde y siempre tengo palabras respondonas, me quedo callado, porque yo tampoco sé cómo fui a matar justo luego de que el Estado decidiera asesinar al que asesina.

Por ese tiempo todos andaban contentos con la pena de muerte porque decían que por fin se iba a castigar a los matones, a los secuestradores, a los malandrines que andan disparando por las calles como si todo el país fuera una gran fiesta. Caían como animalitos de feria las familias, los niños, las mujeres, y uno tenía que andar corriendo siempre, apenas salía de su casa, para que no le fuera a tocar una de esas balas que llaman perdidas y que siempre encuentran acomodo en un pulmón, un cuello o una cabeza. Andaban todos tan alborotados que los jueces quisieron estrenar conmigo la novedosa ley y apenas se dieron tiempo de revisar mi caso. Pena de muerte, sentenciaron, y brindaron. Por primera vez en el país, luego de tantos años de justicia candorosa, pena de muerte. Ah, qué alivio, ¿así es que voy a morir? El mundo se librará de mí, que desde que tuve un poco de voluntad me dediqué a robar primero y a asaltar después, y luego a llevarme dinero de los bancos hasta terminar traficando droga para hacer felices a los hombres. Bien está, que me ahorquen para beneplácito de todos, de los que inventaron la ley y de los que la aprobaron, de los que han perdido a un familiar por el abuso de las armas y de los que escriben en los diarios.

Foto: Juan Ortiz.

Foto: Juan Ortiz.

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Hoy me trajeron chocolate caliente. Era una babilla oscura y tibia que yo sin embargo saboreé acicaladamente, sentado muy derecho en mi cama de concreto, bien peinado, con una camisa limpia y con zapatos. Porque ya no voy a guardar los zapatos que me regaló mi madre para cuando fuera a los juzgados. Para días especiales, dijo. Pero ahora todos los días son especiales. No volveré a vivir un 2 de abril. Antes todos los 2 de abril, 13 de octubre o 15 de noviembre eran iguales porque me esperaban en hilera, relucientes y sin estrenarse. Antes creía que la muerte era algo agazapado en algún tiempo infinito. Tenía todo el tiempo y toda la vida. No sé para qué, pero la tenía. Ahora sé que después del 19 de mayo todo desaparecerá. El mundo completo, con todas sus calles, sus basureros, los mares que nunca vi, la nieve que nunca sentí, las montañas que no subí, todo eso y más que no puedo imaginarme, se hará polvo cuando pase a ser un objeto. Un hombre es un hombre, pero un cadáver es una cosa. Una cosa feliz, digo. Porque ya no tendré hambre ni frío, ni tentación de reírme de los poderosos, ni ganas de llorar por mi santa hermana, ni antojos ni motivos de odio. Seré una cosa. Y lo mejor es que sé cuándo.

Con mi tarro de chocolate tibio entre las manos, me puse a ver el techo, las paredes, el corredor sombrío que pasa frente a mi reja, derechito yo, como si conversara con magistrados y ministros, haciéndome a la idea de que nunca había estado tan presentable. De haberme esmerado antes, tal vez hasta habría conocido al presidente. Alguien me habría llevado, porque así como estoy, emperejilado, parezco un conde, un marqués o un alguien semejante. Quizá mi propia madre me hubiera tomado de la mano y me habría dicho Ven, Ramón, vamos a que te conozca el presidente. Militares y funcionarios habrían salido a recibirnos. Por acá, por favor. Tendrán ustedes tiempo, es que el presidente quiere invitarlos a comer. Y yo No, madre, el presidente siempre anda distraído y me daría pena saludarlo. No seas orgulloso, me diría mi madre, tienes que ser comprensivo, no todos pueden andar elegantes como tú. No es eso, madre, es que a mí no se me da eso de emocionarme por saludar a un presidente. Dice mi hijo que no, que lo que quería era conocer los jardines. Pero no puede ser, señora, el presidente canceló una gira para saludar a su hijo. No cedas, no. No cederemos, que el presidente se quede con la mano tendida, que al fin sobran manos que quieran saludarlo. Pero yo no, madre, yo no.

El guardia vino a decirme en ese momento que no estaba permitido que usara mis zapatos nuevos en la celda, que me los quitara o iba a tener que confiscarlos. Es una lata este guardián. Se llama Cornelio y siempre me ha tenido envidia. Me ve con unos ojos enfermos, como si cuando me mirara soñara ser yo. Y la prueba es esto de los zapatos. Estoy seguro de que el reglamento de la cárcel no dice nada de no poder usar zapatos nuevos en la celda. Es una invención suya porque no soporta que yo luzca mejor que él. A veces viene por las noches, me ordena que me acerque a la reja y luego me toma por el cuello y me azota en los barrotes. Sabe muchas palabras insultantes. Muchas. Me las dice mientras me estrella la cara y me golpea en el estómago. Lo que quiere es desfigurarme. Cuando era niño mi madre me decía que tengo nariz de sultán, ancha y hermosa. Y nada más eso tienes hermoso, hijo, lo demás es igualito a tu padre. Por eso pienso que quiere desfigurarme. Muchas veces fui a la reja, obediente, sabiendo para qué quería que me acercara. Pero es que no hallaba cómo decirle que no. Una noche vino con otros celadores y me dijo Acércate. Y a mí no me dio miedo. Tengo aprendidos sus golpes, sus mañas, su fuerza, y ya no hace más que abrirme las mismas heridas en la nariz y la frente, así es que no tengo miedo. Pero cuando lo vi llegar con otros me temblaron las piernas, porque supe que todos iban a golpearme. Hicimos una apuesta, me dijo, el que más cara te rompa, gana. Entonces yo fui y me hice bolita en mi cama, lejos de la reja, temblando. No seas puto, me decía, acércate, y los otros gritaban y gritaban, se reían y me arrojaban cerveza y escupitajos. Me puse a llorar y a llamar a mi madre. Pero no le decía madre sino mamá mamá mamá. Y tenía miedo también de ella, porque cuando era yo muy niño me prohibió que la llamara así. Era mi madre. Dime madre, Ramón, como los hijos buenos llaman a su madre. El maricón quiere a su mamá, se reían los celadores. Así estuve, doblado en mi cama y llorando hasta que entraron todos y me hicieron polvo con fuetes y patadas. Se fueron cansados, sin reírse, vacíos o aburridos. Luego dijeron que así me habían dejado otros presos, y el director de la cárcel prohibió que se me permitiera salir a tomar el sol a las once, como lo hacía antes.

Sin zapatos ya, sigo con el tarro de chocolate entre las manos, pensando que si una noche regresa Cornelio y me ordena que me acerque a la reja, no lo voy a hacer porque no podría soportar que me matara cuando tengo derecho a vivir hasta el 19 de mayo. La ilusión de morir colgado no me la quita nadie.

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El señor director es una buena persona. Y anda siempre muy elegante. Yo lo he visto cinco veces en estos siete años de ser su huésped. Es un hombre muy cercano a sus invitados. Si no fuera porque pronto voy a morir me gustaría vestir como él un día. Tiene cinco trajes, adivino, porque cada vez que lo vi traía uno distinto. Camina como si se le fueran zafando las caderas. Va dando pasos tan largos que parece que al siguiente va a ir a dar a un precipicio. Pienso que en su otra vida fue militar. Por eso es tan amable. Y por eso hoy le pedí a Cornelio que le dijera que quiero verlo. ¿Tú crees que el director te va a perdonar la vida?, me dijo, Ni aunque se lo pidieras de rodillas. Yo no le dije nada porque en cuanto empieza a gritar es imposible hablar con él. Lo que quiero es agradecerle al director su gentileza de mandarme chocolate caliente. Aun cuando ya no me vuelvan a dar otro, se lo agradezco porque me hizo sentir una persona de bien. Sólo las personas de bien toman chocolate y a mí me lo dieron como si lo mereciera. Bien sé que soy malo, por eso van a ejecutarme. Los hombres como yo merecen ser ejecutados.

He dicho que tengo siete años aquí y ocho de ser reo y me preocupa que ustedes piensen que deliro. Lo que pasa es que cuando me detuvieron me llevaron a una prisión de seguridad media y allí, supongo, pensaban dejarme, pero una noche los presos se agarraron a puños, palos, tubos y mordidas, y hubo cuarenta y nueve muertos. Desde mi área de prisioneros peligrosos oí el estrépito de mentadas y amenazas y luego los sonidos sordos de la pelea, los golpes secos del asesinato en masa, los gritos de Quémenlo y los quejidos de los apuñalados, los sobresaltos de los apaleados, los gritos de los moribundos. Y se oía, sin oírse, el silencio de los celadores, escondidos en alguna parte, incapaces o temerosos de enfrentarse a aquella turba. La guerra fluyó sin obstáculo, como hace siempre la salvaje libertad de la violencia, sin freno, disparatada, inevitable. A la sección donde yo estaba llegaron algunos heridos y moribundos, los rostros destrozados, las camisas desgarradas, los cuerpos de sangre. Y allá, en el patio, seguían los azotes, las piedras rebotando en los cráneos, las puntas abriendo rendijas mortales en pechos y espaldas. Mejor les hubieran prestado armas. Con las armas de fuego el estrépito es sonoro, pero rápido. Tras tras tras, uno menos, y luego cinco o diez. De esas peleas sí me acuerdo. Pero de una batalla como aquella, nocturna y misteriosa, de gritos a media noche y heridas mudas, palos crueles, martillazos mortales, no tenía yo memoria. Dos horas al menos transcurrieron entre el primer grito y el último quejido. La lucha había sido entre matones de El Único y de su gran enemigo, el Don. ¿Por qué no habían ido a buscarme para acabar conmigo si, tratándose de esos rivales, yo era víctima segura? No sé. Alguien me dijo que me salvó que la gresca creciera tanto, porque si los del capo enemigo hubieran hecho la operación tan limpia como la habían planeado, masacre rápida y mortal con treinta víctimas dormidas, seguro que luego hubieran ido a mi sección a sacarme y a lincharme. Pero como los treinta, avisados por alguien, no estaban dormidos y esperaron el asalto armados con lo que pudieron y les hicieron frente a los otros, eso impidió que los atacantes fueran por mí. De todos modos, después de aquello nos sacaron de esa prisión a los dos mil que sobrábamos y especialmente a los que pertenecíamos a cualquiera de las dos bandas belicosas. Fue por eso que llegué aquí, penal de alta seguridad y fuga imposible.

*Fragmento de la novela Los últimos días de Ramón Pagano (Literatura Random House, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.