Al utilizar a un gato como portavoz de sátiras e ironías contra la estupidez humana, el escritor japonés Natsume Soseki (1867-1916) reflexiona, en una secuencia de su gran novela Soy un gato, sobre el prestigio de un libro o un discurso incomprensible, lo que me recuerda a esos escritores que se reducen a puro juego formal. Siempre he dicho que las dos grandes enfermedades de todo escritor son el estreñimiento verbal (no tener nada que decir) y la verborrea (decir de más, introducir “paja”, llenar cuartillas sin mesura). Los apantallabobos padecen de ambas enfermedades: por un lado, no tienen nada digno de escribir ni de comunicar (la escritura es también acto comunicativo y no sólo estructuras, técnicas y procedimientos discursivos); por otro, y como consecuencia de lo anterior, un despliegue de palabrería hinchada y amplificada, a menudo acicalada y perfeccionada con buena técnica y excelente puntuación, pero sin fondo. Mariano Azuela, en uno de sus ensayos, se refirió a esos autores que se la pasan “acicalando” el idioma, cuidando cada coma, cada palabra, cada sonido, “para decir solemnes boberías”. Es lo que ocurre con una pieza musical mediocre, pero disfrazada con brillantes percusiones, metales dramáticos y apasionadas cuerdas, mas con cero de idea musical, escaso desarrollo y, en suma, efectismo barato. Es lo que ocurre con esas películas llenas de efectos especiales, pero sin contenido. Me parece que en el gran arte debe equilibrarse el qué y el cómo. Es verdad que en el cómo está el arte (techné), es decir, en el tratamiento del tema, pero ningún arte puede reducirse a técnicas, procedimientos y formas. Ya lo he dicho: la diferencia entre una efímera nota roja del periódico y obras maestras como Crimen y castigo, El túnel o Las muertas es el arte, el cómo, pero además, dichas obras se leen y releen por su alto contenido, por las dimensiones de sus personajes, por los escenarios y atmósferas envolventes, por la intensidad de sus tramas. Saben qué decir y cómo hacerlo. No se quedan ni en lo primero ni en lo segundo.
A menudo, los apantallabobos disfrazan su mediocre contenido con una prosa exuberante, llena de adornos (se nota lo ornamental, cosa que no debería existir, ya que en el arte no hay adornos, sino elementos necesarios o innecesarios); en otras ocasiones, mediante un lenguaje rebuscado y barroco gratuito (no significativo) crean secuencias rimbombantes y pomposas para desplegar su virtuosismo verbal atentando contra un factor esencial: la concisión y economía, la llaneza tan defendida por Cervantes que, sin embargo, en un Góngora barroco sería innecesaria. Escribo “Góngora barroco” porque también hay otro Góngora mucho más sencillo, limpio y conciso. Pero ambos son geniales porque lo barroco en Góngora o en Sor Juana nunca fue gratuito. En muchos jurisconsultos el “barroquismo” es enteramente gratuito. Ya lo afirmaba Erasmo de Rotterdam, quien hace decir a la Estulticia que los jurisconsultos hacen que su ciencia parezca “la más difícil de todas, pues entienden que cuanto más trabajosa es una cosa más mérito tiene”.
Y ya que me referí a Sosuki al principio de este ensayo, concluyo con una cita suya, en la que el narrador gato, al referirse al personaje principal (un profesor multidimensional, con impresionante relieve y muy bien estructurado: todo un carácter sicológico), aclara que “Era costumbre suya alabar y apreciar lo que no comprendía, aunque dicha manía no era sólo de mi amo. Si alguien no comprende algo, su esfuerzo se centra en que los demás no lo noten para proteger su prestigio, su buen nombre. No entender estimula el amor propio. Por ello los ordinarios hablan con osadía de lo que no comprenden, como si fueran especialistas en rarezas”, y más adelante: “Los necios acostumbran elogiar lo que no comprenden”. Los apantallabobos lo saben bien y por ello se empeñan en ser incomprendidos.

