Madrid.- La ciudadanía anda preocupada por la proliferación de los robots porque se teme, con razón, que hagan desaparecer los empleos. En realidad éstos —los trabajos remunerados mediante una paga,— no comenzaron a ser el medio de sustento de la gran mayoría hasta que la revolución industrial despobló las aldeas en las que los campesinos vivían de lo que cultivaban, es decir, de lo que les quedaba disponible después de ceder buena parte de lo obtenido a los señores en cuyas tierras trabajaban.

Tras abandonar el campo para desplazarse a la ciudad, se convirtieron en asalariados y, de paso, en proletarios, porque el derecho a tener hijos era su casi único bien o, si se prefiere, la obligación necesaria para que se mantuviese la fuerza de trabajo. No soy yo quien lo dice sino, por supuesto, Karl Marx en el análisis más lúcido que se hizo para retratar el paso del Antiguo al Nuevo régimen (por usar la terminología de los historiadores).

La revolución industrial se basaba tanto en el método del trabajo en cadena como en el uso de herramientas cada vez más precisas y complejas. Su proliferación llevó a la paradoja de que los proletarios, el arma esencial del nuevo modo de producción, se volvían prescindibles, es decir, incapaces de obtener el sueldo necesario para la subsistencia. Nadie ha retratado mejor ese nuevo mundo cruel que Charles Chaplin en “Tiempos modernos”.

Así que los robots aparecieron muy pronto, casi de la mano misma de la llegada del mundo de los artículos manufacturados. Con una segunda paradoja a cuestas: ¿para qué producir cantidades ingentes de bienes de consumo si cada vez hay menos gente que pueda permitirse el lujo de comprarlos? Como las máquinas bajan los costes de fabricación, el mercado puede aún mantenerse pero está claro que no de manera sostenible si la masa de asalariados sigue a la baja. Lo que hacen los robots de hoy es amenazar con reducirla a la nada. Y la cuestión de a quién vender los productos es la misma que cómo comprar lo que se fabrica.

Se trata de contemplar el problema desde la óptica de los accionistas de las empresas o de los estudiosos de la condición humana. Derecha e izquierda, si se prefiere, que los clichés, además de mentirosos, son útiles. Pues bien: un remedio parece convenir a todos; es, de momento, teórico y se llama salario social. Cobrar por existir, eso es todo. Sin trabajar hasta que salgan las ideas sobre qué exigir a cambio.

Igual no hace falta exigir nada, porque cobrar es la única forma que existe para poder seguir comprando. El verdadero robot que necesitamos, pues, es uno que, en vez de fabricar, consuma. O mejor aún: que haga las dos cosas.

De tal forma los seres humanos nos convertiríamos de una vez por todas en prescindibles —con la excepción de los dueños de los robots. Un paso adelante más, el de los robots-propietarios, y podremos desaparecer de la faz de la Tierra sin causar mayores sobresaltos.