Por Gabriel García Narezo

 

Recuerdo la Semana Santa española. La recuerdo con ojos de niño y, especialmente, con la mirada adulta de no hace muchos años. Jamás pude enternecerme con el silencio de las iglesias veladas ni con las expresiones callejeras de relativo duelo. ¿Por qué siempre me pareció la Semana Santa una sucesión de escenas de ópera, de montaje casi perfecto? Sí: las imágenes procesionales que centran la representación, están realizadas con un sentido acentuadamente teatral. Pienso en los “pasos” de Salzillo, cuyos actores representan instantes determinados de la pasión. Caigo en la cuenta de que incluso imágenes aisladas –la Macarena, Jesús del Gran Poder-, dentro de su ademán congelado, han sido revestidas de un vestuario, de una circunstancia escénica y de una iluminación definitivamente teatrales. Gran ópera dramática es ésta y, generalmente, no es ternura lo que la ópera despierta, sino admiración por la calidad interpretativa, por la puesta en escena. Como en la ópera, existe en la procesión de Semana Santa algo cuya presencia rompe el mágico encantamiento que enternece el ánimo: el arte escénico es demasiado evidente.

Tengo presente la nocturnidad, que viene en ocasiones a sumar su misterio a otros impresionantes elementos: cierto tipo de música como el redoble lento de tabores, y los encapuchados, cuya relación con la circunstancia que se conmemora no podemos adivinar. A veces, echando por tierra con una sola presencia la eficacia de otros valores, vuelvo a contemplar la doble fila de soldados con las armas rendidas, a los oficiales de impecable uniforme y la izquierda sujetando el sable. Y como número de fuerza en esta representación contradictoria, la saeta, ese desgarrador lamento cantado que brota de repente, dardo sonoro, gran aria de la prima donna o del divo cada vez menos espontánea, casi siempre pagada de antemano por la cofradía. Las procesiones españolas de Semana Santa son acciones dramáticas de alto costo en casos singulares, funciones dispuestas por cofradías-empresas con frecuencia millonarias Son, irremediablemente, óperas fastuosas semipaganas que se relacionan levemente con el espíritu esencial del cristianismo y se ligan muy estrechamente con el turismo interno y externo.


¿Qué tiene que ver esta Semana Santa Española de mantila y peineta, de Guardia Civil desfilante y de encapuchados medievales, con la Semana Santa de México? En España, es prácticamente desconocida la representación viva de la pasión de Cristo. Aquí, son centenares de poblaciones aquellas donde cada año gentes del pueblo hacen suyas las circunstancias últimas de la vida de Jesús. Yo diría que aquí se trata de un espectáculo elementalmente dramático que el pueblo hace para sí, en España es un espectáculo refinado que los cofrades –seleccionado en su mayoría por su capacidad económica-montan para el pueblo.

Me inquieta pensar que cuando aquí unas muchachas se visten de santas mujeres, cuando alguien se transforma en Pilatos o en Judas y un mestizo o un indio se coronan de espinas y visten la túnica roja del martirio, ello no se debe a la casualidad. Me bulle una idea. Cuando los conquistadores y los frailes que con ellos llegaron, encontraron en el centro del actual México una religión cuyo elemento esencial era el sacrificio humano, ¿no considerarían muy conveniente buscar apoyo para la difusión del catolicismo en aquellos aspectos de un paralelismo relativo? Así como no borraron los antiguos hombres de las poblaciones indígenas, sino que les antepusieron el nombre de un santo, por semejantes razones políticas pudieron advertir el valor de ciertas coincidencias que podían calar muy hondo en la mentalidad de los hombres de Anáhuac primero, y después en el resto de las agrupaciones humanas, por lo demás influidas ya por la religión imperialista de los aztecas.

¿No será esta una razón que explique a estos cristos populares de México, tasajeadores y bañados en sangre? Cuando en Ixtapalapa, en Cuernavaca, en tierras oaxaqueñas y en tantos otros puntos de la República , se puede contemplar a indios ya  mestizos en funciones de soldados romanos, cabe preguntarse si en realidad no llevan al sacrificio a un prisionero de las Guerras Floridas. Huitzilopochtli era inmortal gracias a la sangre de los sacrificados. ¿Sorprendería mucho a los aztecas, tlahuicas, matlatzincas, tlaxcaltecas o tarascos oír que Jesús redimió a la humanidad con su sangre, ofrecida en holocausto a un padre todopoderoso situado más allá de este mundo?

En Tlacolula de Matamoros platiqué un día sobre esto y sobre otro temas con un campesino vencido ya por los años. Para él, era yo un turista, lo que explica su resistencia inicial. Después,  acaso pensó que mi natural ignorancia turística merecía que él que aclarase ciertas cosas. Me enumeró con palabras embrolladas de catecismo las razones que llevaron a Cristo a morir en la cruz, y agregó como punto final: “Además, es bueno para la cosecha. Todo lo que muere da visa. También el maíz resucita en la milpa y el Señor nos deja su sangre cada año para que todo viva”. Esto, desde cierto punto de vista, tiene mucho más sentido que la procesión madrileña del cristo de Medinaceli, cuya cofradía paga no sólo cantaores de saetas, sino incluso penitentes aparatosamente encadenados, tristes mercenarios de un fariseísmo de guardarropía.

>>Texto extraído del número 10 del Suplemento “La Cultura en México”, de la Revista Siempre! de 1962<<