Frente a los ejercicios ciudadanos de la selección de gobernantes debemos precavernos. Algunos tienen defectos a la vista. Los más graves pecados del hombre de Estado son el cinismo, la irresponsabilidad y la inconsciencia. Son graves, también, en el hombre común y ordinario. Pero en el gobernante o en quien aspira a serlo pueden llegar a ser catastróficos.

Pensemos en el cinismo. Es esta una actitud muy sui generis frente a la mentira y frente a la verdad. El cínico es ambivalente. En ocasiones miente y en otras se sincera. Pero no es un mentiroso común ni es un hombre franco, aunque suele confundirse con ellos. Tampoco se trata de alguien mentiroso por momentos y franco en otros. Nada de eso. Es un tercer género y distinto. Es un cínico.

La diferencia estriba en que sus características motivacionales fundamentales son una combinación de falta de interés por los demás y falta de pudor por sí mismo. Esto es lo que lo hace muy peligroso y muy repugnante cuando anida en un hombre de Estado. Tratemos de explicarnos.

El mentiroso común actúa movido por una de dos razones. O porque hay algo en nosotros que le interesa o porque hay algo en él que le avergüenza. El mentiroso ordinario tiene un principio de interés en nosotros, aunque sea malsano o pequeño y tiene un principio de pudor en él, aunque sea malentendido e insignificante.

Para el cínico, en cambio, no hay nada en nosotros que le seduzca ni nada en él que le repugne. Cuando el mentiroso nos miente es porque nos considera interesantes en algo. Cuando el cínico nos miente es porque nos considera estúpidos en todo. El mentiroso actúa porque tenemos algo que a él le gustaría tener. Nuestro dinero, nuestra amistad, nuestra admiración o nuestros favores. El cínico nos engaña porque considera que no nos merecemos ni su verdad.

Pero, en su ambivalencia, el cinismo puede confundirse con la franqueza. Es más, el cínico muchas veces se proclama franco. La diferencia estriba, también, en las motivaciones. El hombre sincero actúa anteponiendo la verdad a sus intereses aunque con ello estos lo paguen o porque a sus pecados no quiere agregar uno más. El franco tiene una moral. El cínico es un amoral. Actúa con descaro porque no considera que sus pecados sean malos. El cinismo es una de las consecuencias más estridentes de la soberbia. El cínico no actúa para defenderse o para disculparse sino por lo contrario. El cínico actúa porque se siente bueno y superior.

En lo que concierne a la irresponsabilidad esta no es más que la falta de previsión de nuestra propia conducta. Es grave, desde luego, en tratándose del  hombre común, lo mismo se concretice en un desliz indebido, que en una farra amiguera, que en una prodigalidad irreflexiva. Pero puede resultar catastrófica en el hombre de Estado. Es ella la que se revela en una guerra innecesaria, o en una designación equivocada, o en la expedición de una ley perversa.

Es la irresponsabilidad política la que derrumba economías, la que condena a varias generaciones, la que fractura el régimen de gobierno, la que altera el orden de convivencia, la que socava los cimientos sociales. Por ello es tan pecaminosa cuando se instala en el hombre público.

Parecida a la irresponsabilidad es la inconsciencia. Sólo que aquella es una perturbación de la voluntad y esta es una perturbación del conocimiento. Aquella es una afectación del querer. Esta lo es del saber. El irresponsable no quiere cumplir sus obligaciones. El inconsciente no sabe cuáles son sus obligaciones. En el hombre de Estado estas desviaciones suelen presentarse como desalineaciones ideológicas.

En fin todas estas breves reflexiones corresponden a diversas pláticas que he tenido para despejar las dudas de varios jóvenes. Son ellos y no los adultos a quienes agobian estos temas. A cada generación corresponde, en su momento, que las materias filosóficas que recibimos en la escuela conserven su equilibrio y ninguna sea derrotada por las otras. Pienso, sobre todo, en cuidarnos de que la ética nunca sea derrotada por la lógica.

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