El debate del pasado domingo nos mostró —por si falta hacía— lo que es nuestra incipiente democracia: una cáscara muy costosa, pero todavía vacía. Ganó el formato del INE; ganó la televisión. Ganó la técnica. Pero no hubo nada de fondo. Sin ideas-fuerza, los candidatos a la presidencia dedicaron su tiempo de cara a la nación a hacer un “spot” gigante… y a pegar.

A muchos les gustó Anaya por su técnica. Pero si uno busca una concepción de fondo sobre la democracia, se encontrará pura técnica. Meade es un cuadrado institucional y AMLO un lavadero socarrón. Bronco es un tipo norteño y Margarita una señora con voluntad. Cierto: los debates políticos son eminentemente emocionales. Pero también existe la “inteligencia emocional”. Los cinco carecen de ella. Supone un reconocimiento del otro. Y los asesores les dijeron que el otro es un fulano al que hay que derrumbar. Con verdades o mentiras, lo mismo da.

Estamos como estamos por la interpretación que se ha hecho, desde tiempos de don Porfirio, que el contrario es enemigo. Y de ahí al “mátalos en caliente” o “ni los veo ni los oigo” hay una distancia mínima. Para los aspirantes, lo importante es hablar y matar al otro. Simbólicamente, se entiende. Ningunearlo. Hacerlo ninguno. Mi pregunta, muy tonta si se quiere, es la siguiente: ¿cómo se puede construir la democracia si en el debate “democrático” no sólo no hay un concepto sólido de democracia, sino que se exhibe, justamente, lo contrario a lo que es el espíritu de la democracia?

Raffaele Simone, en su extraordinario texto La Tercera Fase (Formas de Saber que Estamos Perdiendo), habla de “la peligrosidad del habla: la facilidad con la cual, usándola, se pierde la pertinencia con respecto a aquello que estamos diciendo, su debilidad semiótica”. Por eso se vive en México “el malestar de la política”. Que se refleja en dos actitudes terribles para construir la democracia: el miedo y la indiferencia.