Personajes en mi vida

 

Por Agustín Lara*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]S[/su_dropcap]iempre he tenido especial predilección por el nombre de María. No podría afirmar si las Marías han tenido preferencia por mí, pero lo cierto es que el nombre me cautiva por lo que tiene de evocación del mar, de lo infinitamente bello, de lo que hay cerca de la playa y sobre las olas: flores y estrellas. María contiene, además, todas las letras del verbo “amar” y es natural que, siendo de mujer, el nombre encierre en tal conjugación un modo condicional: Amaría.

Dos de las primeras Marías que conocí y amé fueron, en su orden jerárquico María de Guadalupe, nuestra Virgencita del Tepeyac y María Conesa. Lo divino y lo pagano se localizó en esos polos. Ellas fueron, durante mucho tiempo, el imán que atraía a todos los hombres de México. La Basílica y el Teatro Principal eran dos metas de atracción. El coliseo se quemó, pero el templo, como símbolo de la eternidad de María se alza en el Tepeyac, donde arde sin consumirse la de ardorosa de la patria.

María Conesa fue, siempre, sujeto de leyenda. Los Generales de la Revolución, precisos como las balas, no querían amores “con ésta ni con aquélla”, sino Con-esa. A María la quiere todo el mundo. Yo no pude escapar a su seducción extraordinaria.

Me parece que fue en 1915 cuando la conocí. Yo era ayudante del Inspector General de Policía, Coronel Eulogio Hernández Lara y, aunque me esté mal el decirlo, era su “consentido”, porque de todos los ayudantes yo era el más “chamaco”.

Un día me mandó al Teatro Principal a dejar unas flores dedicadas a María Conesa, entonces primerísima figura de la Catedral de la Tanda, y aunque tuve algunas dificultades para entrar al foro “hice valer mi puesto” y llegué al camerino de la “Gatita de Oro”. Temblando de emoción dispuse que un ordenanza depositara el ramo sobre una mesita, di el recado del inspector y saludando militarmente me disponía a salir, cuando María me dijo con voz que era invitación y halago:

-Quédate a ver la función. Te gustará.

Me hizo acompañar de su vestidora, una negrita que trabajó por muchos años a su lado y ella me condujo a un palco lateral. Yo estaba feliz escuchando los “couplets” de la Gatita y unía mis aplausos a las ovaciones estruendosas del público, cuando de pronto sentí que me jalaban de una oreja. Primero pensé que se trataba de una broma, pero como el tirón había sido durísimo, volví el rostro indignado y me encontré con la figura del Inspector, quien era alto y fornido. Atontado escuché su voz de trueno que me gritaba: “Lo mandé a una comisión… no a divertirse… ¡Preséntese arrestado hasta nueva orden!…”.

Me salí con la cola entre las piernas, sin sospechar que con el tiempo, aquella mujer encantadora que era la tentación de todo México, habría de ser una amiga incomparable y una compañera deliciosa en el teatro.

Así conocí a María Conesa, la inmarcesible y extraordinaria “Gatita de Oro”.

*Texto publicado el 7 de marzo de 1956 en la revista Siempre!, número 141.