Genaro David Góngora Pimentel

En México/II y última parte

Es hermosa la anécdota de Arnoldo el molinero, que nos habla de la confianza en los jueces. La leí por primera vez en un libro argentino sobre derecho administrativo, perdido lamentablemente en mi oficina con motivo de los sismos de 1985, no recuerdo ya ni el título, ni la autora —era una mujer— pero sí la historia:

En Postdam, en el siglo XVIII, el gran Rey Federico II, encabezando un grupo de sus cortesanos, jinete en imperial cabalgadura, llega a los límites de su parque de San Souci. Allí vive Arnoldo el molinero, dichoso en su propiedad adquirida con su tesonero esfuerzo.

El capricho de los príncipes no tiene límites. Quiere Federico comprar a Arnoldo su molino y su jardín. ¿Para dar a San Souci unos metros más de extensión? Quizá el autor del Antimaquiavelo quiere mostrar de cerca a sus cortesanos de manos pálidas e inútiles, esos que siempre han desdeñado mirar: simples instrumentos de trabajo.

Capricho de príncipe y orgullo de hombre humilde que ha ido acumulando las piedras de su molino con blanca harina y pan rubio… conflicto de intereses.

El molinero se niega a vender su propiedad al monarca. El rey grita: —¡Si te la puedo tomar sin pagártela!—, Arnoldo dijo: —¡Pero hay jueces en Berlín!, y los versos de Andrieux, que tan bien describen el episodio de Postdam, afirman que la cólera de Federico se disipó, feliz de hallar en Prusia a alguien que creyera en su justicia.

Tiempo después —agrega la tradición— el hijo del molinero quiso cederle la propiedad, pero el rey le contestó: “vuestro molino no es vuestro ni mío, pertenece a la historia”.

Dicen los historiadores de esa época que, en realidad, los jueces de Berlín hubieran obedecido las indicaciones de Federico, y Arnoldo seguramente sería derrotado en los tribunales, pero ¡qué importa! La leyenda ha dicho lo contrario, el rey no fue llevado a los tribunales y la historia es hermosa.

¿Hay jueces en México?

Quiero tratar a una especie de jueces ¿Cómo llamarlos? Tal vez los jueces innovadores, los jueces que se creen dueños de la ley, aquellos que buscan siempre la decisión audaz que beneficie lo que piensan es justo.

¿Cómo se crea esta especie de juzgadores? Nadie nace siendo juez, eso es sabido. El juez se hace con el ejercicio de la profesión de juzgar.

Pues bien, un día resulta que un juez, de esos que se encuentran abrumados de trabajo, dicta una sentencia en que logra una interpretación de la ley de excepcional claridad. Resuelve con tal justicia que los elogios no se hacen esperar. Van a saludarlo miembros del Foro para felicitarlo. Se le menciona en los periódicos, incluso es posible que no una sino varias veces y en distintos medios, se publique su fotografía. Goza, en fin, de algunos días de fama.

Entonces, ese juez puede resultar infectado por el deseo de volver a tener toda clase de atenciones y busca logar otra decisión que lo lleve a la atención pública y a las felicitaciones del Foro y a la envidia de sus congéneres.

En ese momento debe el juez recordar que cuando perciba los aplausos del triunfo, suenen también en sus oídos los comentarios que provocó con sus fracasos.

Don Francisco Soto Nieto, en su libro Compromiso de justicia, editorial Montecorvo, S.A., Madrid. 1977, dice unas palabras que deben recordarse a los juzgadores soberbios, ahora, antes de que pase más tiempo. Con estas palabras voy a terminar:

Una persona consagrada a funciones del intelecto, a las nobilísimas tareas del espíritu, cual sucede con el juez, debe adoptar en todo instante una actitud exenta de cualquier sombra de vanidad. La turbación y el sobrecogimiento frente a la encomienda casi divina que se le confía, la perpetua incertidumbre asaltándole en cada encrucijada decisoria, la conciencia de responsabilidad ante el descubrimiento de su pequeñez e insuficiencia (no todos la tienen), no son motivos para afincarse en el camino de la vanagloria. Sólo puede ejercerse la judicatura investido de una profunda humildad. La fuerza suavizadora de la modestia y de la sencillez, es infinitamente más fuerte que todos los gestos y todas las publicidades de los altivos y de los endiosados. Con razón se estima que la humildad sigue siendo la fuerza más tremenda jamás superada por ninguna otra. Podrían suscribirse aquellas palabras que Michel de Saint Pierre estampa en una de sus obras: El orgullo sacerdotal me aterra. No bien lo percibo, me hace retroceder. Paréceme entonces que otro, el que los antiguos llamaban El Maligno, se ha sentado entre el sacerdote y yo.

La conciencia de dignidad en los jueces no debe llevar a afectaciones y ensoberbecimientos, altamente reveladores de la escasa calidad humana de quien los exhibe. Los magistrados más modestos que he tenido la suerte de hallar en mi camino, han coincidido siempre con los más lúcidos y tesoneros en el orden intelectual y con los de más temple y austeridad en la administración de sus sentimientos. El corregidor y el juez sean modestos —escribe el doctor don Lorenzo Guardiola—, porque la modestia y la buena educación son dos virtudes humanas, siendo conveniente y necesario que la virtud de la modestia resplandezca mucho en la persona del magistrado, para obligar con ello a los buenos, confundir a los malos y desengañar a los curiosos.

La humildad —constataba Sánchez-Ventura— que, además de ser una virtud cristiana, es una manifestación de la inteligencia, ha de ser una coraza para defendernos contra esa fácil tentación de querer empezar todo de nuevo, de personalizar los éxitos, de buscar el triunfo personal, aunque sea efímero, superficial o frívolo.