Rachel Pereda Puñales

La Habana, (PL) Los grandes escritores están condenados a la vida eterna. Dejan el alma en cada una de sus obras y reviven en ellas continuamente. Ese es el caso de Gabriel García Márquez (1927-2014).

A veces, cuando sentimos la necesidad de escribir sobre algo muy especial, las palabras se amontonan y huyen del papel en blanco como nerviosas por la difícil encomienda. Así me sucedió con este artículo.

Por tanto, decidí viajar una vez más a ese sitio donde siempre encuentro oculta una nueva anécdota. Volví a Macondo. Con José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán de la mano, recorrí nuevamente Cien años de soledad. Y llegué otra vez al Gabo. Me lo encontré con su rosa amarilla en la solapa, esperando para guiarme en ese viaje constante por el realismo mágico.

Adicta a su obra

Mi primera visita a Macondo ocurrió cuando apenas era adolescente. No fue tarea fácil encontrar el camino correcto para llegar a aquel pueblo y enfrentar el diluvio de los cuatro años, once meses y dos días.

Luego de ese primer encuentro vinieron otros cada vez más intensos. Me volví adicta a capturar las historias escondidas en las hojas más gastadas de los libros.

¿Quién espera 53 años, 7 meses y 11 días para estar con el amor de su vida? Ese fue el caso de Florentino Ariza, pues de un modo muy peculiar y con sus más de 300 amantes, me enseñó que hasta en los tiempos de cólera se puede amar.

Entre extraños sucesos conocí al Gabo desde la distancia, y con él, confirmé mi fuerte deseo por la escritura y por desnudar el alma en cada página en blanco.

Me volví adicta a su obra, mágico universo que rescata las tradiciones ocultas de América Latina.

En esa encrucijada de metáforas no pude evitar escribirle al coronel para contarle los relatos de un náufrago y descubrir al general en su laberinto.

Recorrí caminos realmente sorprendentes con el gitano Melquíades y encontré la crónica de una muerte anunciada en los funerales de Mamá Grande.

Poco a poco supe que lo realmente doloroso de morir es que no sea de amor y que los días son subordinados de las historias más interesantes, pero atraparlas se vuelve una tarea difícil.

Portada de la primera edición (1967) de su obra cumbre.

El encuentro con Hemingway

La vida del Gabo estuvo llena de supersticiones y de esos amores que duran toda la vida como en sus novelas, y eso fue algo que también conquistó mi admiración.

En Mercedes Barcha, el Premio Nobel de Literatura (1982) encontró a la persona que le acompañaría para siempre, a la eterna amante y fiel compañera. A lo largo de su vida mantuvo una relación cercana con el cine. Escribió guiones para películas y cortometrajes, lo cual le permitió la adaptación de algunas de sus novelas.

No obstante, prometió que su clásico Cien años de soledad jamás aparecería como un filme, pues de ese modo perdería la esencia.

Con su obra, pasó a formar parte del Boom latinoamericano y dejó una cosecha imprescindible para las nuevas generaciones.

Cuentan que en una calle de París, durante la primavera de 1957, García Márquez se topó con el escritor estadounidense Ernest Hemingway. Inseguro de su inglés, Gabo prefirió gritarle “¡maestro!”. La respuesta del autor de El viejo y el mar fue, sin saber quién le exclamaba, un “¡adiós, amigo!”. Ese constituye el primer y el último encuentro de esos dos grandes de la literatura universal.

A cuatro años de su muerte, García Márquez reaparece como una prueba exquisita de la inmortalidad de los escritores. La parca pensó que aquel 17 de abril de 2014 podría llevárselo, pero le fallaron las cuentas.

“Soy un escritor realista, porque creo que en América Latina todo es posible, todo es real”, confesó en una entrevista.

La realidad construida por el colombiano va más allá de las reglas del lenguaje, de las quimeras que se esconden en las obsesiones creativas y de las encrucijadas constantes de la cotidianidad.

Firma ilegible.

Se equivocó la parca

Su obra es identidad, fuego, vocación y entrega. Representa el resultado de transformar la literatura en un modo de vida y desempolvarla de los vicios lingüísticos.

En lo particular, me lo encuentro como corresponsal de Prensa Latina, como escritor, como caprichoso confidente del séptimo arte y como el amigo lejano que me dio consejos en los días más tristes, aunque nunca lo supo.

Sus personajes me hablaron desde el principio, me acompañaron en mis tiempos de adolescencia y de ese modo evitaron que yo sufriera también “cien años de soledad”.

Las palabras continúan nerviosas. Ahora no encuentro el final de lujo para dedicárselo a este personaje de lujo y el papel en blanco amenaza con volver.

No obstante, el escritor colombiano no necesita un final de lujo ni las palabras más exquisitas. Con la mayor sencillez me enseñó a contar grandes acontecimientos y a transmitir los mensajes más reales, incluso desde una realidad inventada.

Los grandes escritores están condenados a la vida eterna. En sus obras encuentran el premio infinito de la inmortalidad. La parca nerviosa asume su derrota y lo deja revivir desde las calles de Macondo. No necesito decir más. Solo agradecer. Gabo, estoy en deuda contigo.