Claudia Sheinbaum, candidata del partido Morena a gobernar la Ciudad de México, murió políticamente el pasado 18 de abril durante el debate entre aspirantes a la jefatura de Gobierno.

Falleció en diferentes momentos. La etapa más crítica de su agonía se presentó cuando dijo que le daba “risa que hablaran de los delegados de Morena involucrados en el narcotráfico…”

A la exdelegada de Tlalpan le da risa la tragedia humana. Una guerra que ha provocado miles de muertos, innumerables víctimas directas e indirectas del delito, madres con hijos asesinados o desparecidos, niños huérfanos y millones de adictos.

Sheinbaum apareció ante las cámaras de Canal 11 con esa expresión y alma de vinagre que caracteriza a quienes pertenecen a Morena: soberbios, autoritarios, cínicos.

La señora “volvió a morir” cuando por enésima vez no pudo explicar el derrumbe de la escuela Enrique Rébsamen en la que murieron 21 niños sepultados como consecuencia del sismo del pasado 19 de septiembre.

Una tragedia que no ha podido o querido explicar. ¿Por qué tendría qué hacerlo? Ella es hija política del Mesías, quien —nos aseguró escupiendo bilis al final del debate— “les guste o no, gobernará”.

Y entonces, cuando gane —pareció decirle, con su peculiar complejo de superioridad, al resto de los candidatos—, “se los va a chingar”.

Para los espectadores quedó claro que la guerra a muerte es entre Morena y el PRD. Ambas candidatas, Sheinbaum y Alejandra Barrales, son meras representantes de dos mafias que se disputan el botín político y financiero más importante de la nación: la capital del país.

Pelean por miles de millones de pesos, de recursos públicos que, desde hace veinte años, utilizan para comprar adeptos.

Ambas recitaron sus currículos como si, al hacerlo, el electorado estuviera obligado a quedar extasiado con dos trayectorias que compiten en victimización, lucha y sacrificio. Aquello era una olimpiada entre la Madre Teresa de Calcuta y Santa Teresa del Niño Jesús.

Y en medio de esos dos egos sacrosantos, se encuentran los habitantes de la Ciudad de México secuestrados por el crimen organizado, la violencia y la corrupción.

Estos, sí, víctimas de dos izquierdas reaccionarias, usurpadoras de la voluntad ciudadana y oficiantes de una liturgia amenazante que condena a los más pobres al despojo social, en caso de no someterse al yugo corrupto del dirigente.

Lástima que Marco Rascón, candidato del Partido Humanista a la jefatura de gobierno, erró el tiro. Tuvo miedo de aparecer como un comunista delator al criticar lo que empezó a señalar bien: la izquierda mexicana se desvió y se traicionó a sí misma a partir de que llegó al poder en 1997.

Rascón desperdició tiempo y saliva al criticar al PRI con un discurso “sesentaochentero”, de lugares comunes y satanizaciones caducas.

Y es que el adversario a vencer en la capital del país no es Mikel Arriola o el partido que le dio hospitalidad para contender.

La verdadera amenaza para la sobrevivencia y gobernanza de la metrópoli, e incluso para el progreso que representa la generación de Rascón, son dos narcodictaduras de izquierda que tienen minadas las estructuras institucionales de la capital.

Superbarrio debió ayudar a poner las velas. Una para Barrales y otra para Sheinbaum.