El pasado 30 de marzo se conmemoró el Día Internacional de las Trabajadoras del Hogar y como parte de la celebración se busca que —antes de que termine la administración de Enrique Peña Nieto— se ratifique el Convenio 189 sobre el trabajo decente para las empleadas domésticas, ya que sigue siendo infravalorado e invisible; además, en muchos casos, sufren discriminación, así como otras violaciones a sus derechos humanos.
El Convenio 189 busca generar medidas con el propósito de respetar, promover y hacer realidad la aplicación en el ámbito del trabajo doméstico los principios y derechos fundamentales como la libertad de asociación, la libertad sindical, la eliminación de todas las formas de trabajo forzoso u obligatorio.
Se estima que en México 1.3 millones de hogares contratan trabajadoras del hogar, de las cuales el 99% no cuentan con un contrato escrito y sus jornadas laborales rebasan las 12 horas diarias. A continuación te presentamos la historia de dos mujeres que se vieron obligadas a dejar sus raíces para instalarse en la Ciudad de México en busca de una mejor vida, pero solo encontraron soledad y abusos por parte de sus jefes.

 

Detrás de las cicatrices

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]F[/su_dropcap]rancisca León tuvo que sobreponerse al abandono de su esposo, quien se fue en busca de trabajo a la Ciudad de México y encontró una nueva familia. Aurora, Cecilia y Myrna esperaron inútilmente el regreso de su padre a Hidalgo.

Con una infancia rodeada de necesidades, Myrna Hernández León decidió tomar el mismo camino del hombre que dejó de ver a los dos años. El mismo del que no tiene recuerdos y ni un rostro reconocible. Para ella es como un fantasma.

El matrimonio Olvera le propuso a Francisca darle techo, comida y estudios a Myrna a cambio de que su hija ayudara en las labores domésticas. Se dirigió a la capital con la promesa de un futuro mejor. Myrna dejó a su mamá, abuelos y hermanas. Estudiar para salir adelante, era lo que se escuchaba en el pueblo.

Su nuevo hogar se encontraba ubicado en la colonia Isidro Fabela, al sur de la CDMX. Había vida más allá del poblado de Francisco I. Madero, lugar que la vio partir a los ocho años de edad. Adiós a los plantíos de naranjas y plátanos. Se olvidó de los quelites.

A su corta edad cuidaba a sus hermanitos, además de lavar ropa, trastes, planchar y fregar el piso. Antes de asistir a clases debía dejar reluciente la cocina. La primaria estaba a 20 minutos de distancia caminando, pero la pequeña corría lo más rápido posible. El tiempo se iba como agua cuando se trabajaba en la casa de los Olvera.

La jornada laboral de Myrna comenzaba a las 7 de la mañana. No había horario de salida, ni para hacer las tareas del colegio. El cansancio la vencía. Dormía sobre unos cojines. Su “cuarto” era el lugar en donde se colocaban las cosas viejas y sin uso. No había momentos de risas y juegos. La palabra infancia no la conoció. Olvidó sonreír.

Por temporadas, la niña debía vivir lejos del matrimonio. Se albergaba en casa de los padres de su tutor. Dormía en un sillón y con frecuencia el padre del señor Olvera la destapaba y la tocaba. Siempre quedaba muy asustada. Calló por años.

Al sur de la ciudad, detrás de la sala de conciertos Ollin Yoliztli, Myrna vivó los días más solos y esclavizantes de su corta vida. Ollin Yoliztli proviene del náhuatl que significa vida y movimiento. Gran paradoja.

Vivió seis años con la pareja — tiempo en el que padeció burlas por parte de sus compañeros— y nunca cumplieron con lo que le pedían en la escuela. “Jamás se presentaron a una junta y eso me marcó. Mis compañeras se burlaban de mí porque me elegían para los bailables y sólo me decían que luego iban”.

A pesar de tener un bajo rendimiento escolar, logró terminar la primaria. Regresó a Hidalgo como una persona agresiva y peleonera. Cándido, abuelo de Myrna, trató de corregirla pero no lo logró. Era una adolescente que había vivido más que cualquier otra.

Para evitar que retornara a la capital, Cándido ayudó a su nieta con los gastos de la secundaria. Durante las vacaciones escolares, Myrna regresaba a la CDMX para trabajar. Dos meses limpiaba casas y retomaba sus estudios en Hidalgo.

A los 16 años fue contratada en una residencia de Polanco, una de las zonas más exclusivas de la ciudad de México. Un matrimonio judío la dejó a cargo de las labores de un lujosos departamento de tres recamaras, tres baños, cocina, sala y comedor. La limpieza del piso debía ser a rodillas “porque así se trapea mejor”. Myrna no recuerda la cantidad de dinero que ganaba pero el cansancio extenuante que dejaban las jornadas laborales no se reflejaba en la cantidad de dinero con la que regresaba a su pueblo.

Dormía en un cuarto apartado del departamento. Tenía muy claras las reglas de la casa. Usar el uniforme rosa a rayas. Entrar con las manos vacías. No usar el baño de los patrones. Si ellos salían, permanecía encerrada. ¿Qué sucedía si en ese lapso tenía necesidad de ir al baño? Esperaba su regreso. Tal como narró Margot Lee Shetterly en su libro Hidden Figures (London: William Collins, 2016), situado en la década de los 40.

“[… En 1943, Estados Unidos existía solo en el presente más inmediato. Butle debía responder a las necesidades del aquí y ahora, de modo que dio el siguiente paso y añadió un objeto más a la lista aparentemente interminable. Una placa para el baño con las palabras CHICAS DE COLOR…”

Terminó el nivel básico. Soñaba con ser maestra y para eso dejó sus raíces y se instaló definitivamente en la caótica CDMX. Siguió limpiando casas. Su nuevo hogar estaba ubicado en la delegación Azcapotzalco, un edifico de cinco pisos. El departamento lo habitaba Cecilia y sus dos hijos David y Yorget a quienes Myrna cuidaba y alimentaba. El cuarto de los menores ahora era el refugio de la adolescente. Nuevamente dormía sobre colchones colocados en el piso. La jornada era agotadora y la paga miserable.

Por dos años el departamento 465 fue su hogar y centro de trabajo. Myrna se sentía encerrada y sola, por lo que se acercó a Aurora, su hermana mayor, quien llegó a la CDMX. Así, las hermanas Hernández León se dedicaron ha elaborar las mejores tortas y hamburguesas de la capital. Por cuatro años, Myrna trabajó en el negocio hasta que conoció a Juan —un vendedor ambulante— con quien se casó y procreó a Omar, Sonia e Iván. El sueño de ser maestra se esfumó.

Myrna y su familia vivieron en la Chamizal, Estado de México. Se dedicaron a fabricar bolsas, negocio que les permitió sacar adelante a sus hijos. Después de 26 años de casados, Myrna dejó a Juan, un hombre que poco a poco dejó de importarle su familia. “Me enfermé de endometriosis y decía que lo chantajeaba. No me apoyó en mi enfermedad. Y yo decía que para qué quería una persona a mi lado si no me apoyaba”.

No tuvo alternativa y regresó a las labores domésticas. Trabajó por dos años en un casa ubicada en la Zona Metropolitana de Ecatepec. Por 10 horas trabajadas Myrna recibía mil 500 pesos a la quincena, después se le redujo a mil 200. Limpiaba la casa, preparaba la comida y cuidaba a un niño.

Un malestar en su seno derecho le indicó que algo no estaba bien. Una biopsia le reveló el peor de sus miedos: cáncer. En enero de 2017, Myrna perdió el seno y su trabajo. Sus jefes solo le dieron mil pesos de aguinaldo, por dos años.

“El Sindicato (de Trabajadoras del Hogar) me dijo que los demandara, pero me sentía tan mal con la noticia que no quise. Prefería enfocarme en mi enfermedad y dejar eso por la paz. No regresé”.

El cáncer de Myrna se encontraba encapsulado y en fase cero. No requirió quimioterapias. Durante su enfermedad se arrepintió de haber dejado a Juan. Se sentía una carga para todos. Sus hijos mayores (Omar y Sonia) habían hecho su vida lejos de ella. El menor hacia lo que podía.

Por indicación médica Myrna tenía prohibido cargar cosas pesadas. “Les dije que trabajaba en casa y me dijeron que buscara otro empleo en donde no hiciera esfuerzos”. ¿De qué iba a vivir? Limpiar casas era su única vocación. Por cuatro meses, Myrna recibió terapias que le regresaron el movimiento a su brazo.

Seis meses después de su operación buscó ayuda en el Sindicato Nacional para Empleadas del Hogar, el cual le consiguió trabajo en la colonia Olivar del Conde. Fue recibida bajo sus condiciones y limitantes. Actualmente, trabaja para una doctora y se hace cargo de la limpieza de una casa de tres pisos y sótano. De entrada por salida gana 400 pesos al día. “Es el trabajo en el que me han pagado más y en el que estoy muy bien. Me firmó contrato”.

Myrna, de 49 años de edad, está dispuesta a volver a enamorarse. “¿Por qué no? Ya sanó mi ruptura”. Ya no se avergüenza de decir que es empleada del hogar como lo hacia de joven: “Es un trabajo como cualquier otro. Me gusta mi trabajo. Gracias a Dios”.

 

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Los sueños se desvanecen

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]l 30 de noviembre de 1990, Hermelinda Hernández no alcanzó a llegar al hospital más cercano de Atlacomulco, Estado de México. Lourdes Hernández Hernández tuvo que nacer en el poblado de Emiliano Zapata.

Polinar y Herminia, padres de Lourdes, sacaron adelante a tres hijos más: Hugo, Lily y Diana. Sin embargo, el bajo salario de obrero de Polinar hizo que Lourdes trabajara en un puesto de frutas para continuar con su carrera técnica en confección industrial de ropa.

Era cansado trabajar fines de semana porque se sumaban el estudio y cumplir con las obligaciones del hogar. Lulú —como le dicen de cariño— sabía que los 200 pesos que ganaba al día le servían para comprar material que requería en la escuela (telas, cierres, botones).

De trabajar en la frutería pasó a ser niñera de Saraí, hija de los dueños del puesto. La segunda de la familia Hernández Hernández había concluido una carrera técnica. Hugo, el hermano mayor, era electricista técnico.

La situación laboral en Emiliano Zapata era complicada. Lulú no encontraba empleo y los gastos incrementaban. Fue empleada en una tienda de discos, una florería y una fábrica de ropa interior, en la que ganaba 500 pesos de base más los bultos que realizaba. Ochenta piezas equivalía un bulto y se pagaba a 1.80 pesos. ¿Cuántos piezas debía juntar para sacar un salario mínimo? Una carrera técnica no era suficiente para vivir.

A los 19 años de edad, Lulú decidió migrar a la Ciudad de México en busca de un trabajo que le permitiera montar un taller de costura y arreglar la casa de sus padres. Llegó a una casa ubicada en colonia Lomas de Tecamachalco, en la Zona Metropolitana del Valle de México. Sus patrones se encargaban de importar cigarros de Canadá. Era lo único que sabía Lulú. Todo se manejaba por debajo del agua. Cero preguntas.

Lulú se hacía cargo de tres recamaras, la lavandería, tres clósets, la sala de TV. Lavar y planchar. Sus descansos eran cada 15 días. Durante ese lapso tenía prohibido salir a la calle. No podía comer de lo mismo que sus empleadores. Las sobras eran su alimento del día. Ocupaba el uniforme de las anteriores trabajadoras, “los clásicos azules, rosas y el rayado”. Soportar todo eso por 2 mil 500 pesos a la quincena.

“La muchacha de Heli”, como fue etiquetada Lulú, renunció a los dos años. Las constantes “pruebas de confianza” que le ponían la hicieron mentir para salir de la esclavitud. Su madre estaba muy enferma y no había quién la cuidara.

“Había ocasiones en que dejaban fajos de billetes en el baño. ¿Qué tenían que estar haciendo ahí? También dejaban la caja de seguridad abierta. Cada dos minutos se les perdía un collar”.

Salir de su pueblo e instalarse en una ciudad con más de 8 millones de habitantes trajo momentos de soledad a la vida de Lulú. A pesar de estar rodeada de mucha gente, se sentía sola. Abandonaba su habitación y se olvidaba de ella, tomaba el papel de empleada doméstica. La que vive para servir.

Cony, psicóloga y casada con un abogado y maestro de inglés en el Tecnológico de Monterrey; con un hijo de ocho años y dos perros bóxer era el perfil de los siguientes jefes de Lulú. Ganaba 2 mil 700 a la quincena y el trabajo era de planta. En la casa ubicada en San Jerónimo, al sur de la CDMX, Lulú se desempeñó también como niñera.

En un principio la estudiante de costura pensó que las cosas iban bien. Existía un trato cordial con sus patrones. No había distinción. En 2014 un fuerte granizo que cayó al sur de la ciudad derrumbó parte de la casa de Cony. Tuvieron que hacer maletas. Instalados en un nuevo hogar, todo dio un giró de 360 grados. La madre de familia sufrió un fraude lo que generó desconfianza y un cambio radical de carácter.

Los alimentos escasearon. Lulú comenzó a racionar su comida. La psicóloga pedía tareas fuera del alcance físico de los empleados. Además, el cuarto en donde dormía Lulú era diminuto. Renunció. “Mi habitación era tan pequeña que cuando estiraba los brazos tocaba las paredes. Descansaba en una litera y el baño estaba afuera pegado a un lavadero”.

Salía cada 15 días para visitar a su familia y entregarles la mitad de su sueldo. Compraba despensa y aportaba para los arreglos y necesidades del hogar. Gracias al trabajo y empeño de Lulú su familia cuenta con comodidades que en Atlacomulco es imposible ver para las personas humildes. Un boiler y estufa dentro de casa. Herminia ya no cocina afuera en medio del humo y el frío.

Una regla no escrita, pero conocida entre las trabajadoras del hogar, es no usar el baño de los patrones. Otra regla, pero únicamente de Lulú, es no usar uniforme. Es una etiqueta y la gente se siente con derecho de señalar. “Hasta las mismas trabajadoras saben que eres trabajadora de casa y te discriminan. Una vez al subirme al transporte publico se me quedaron viendo feo”.

Lulú renunció al trabajo por el cansancio que le provocó el traslado. Rentaba en San Miguel Topilejo, comunidad que se encuentra ubicada al sur, y viajaba hasta Las Águilas, en el Estado de México: cinco horas atrapada en el transporte público. Tres de ida y dos de regreso. Llegó un momento que Lulú no podía con las tareas ni con su vida. Por muy joven que seas llega un momento que el cansancio te rebasa.

Lulú trabajó para una afamada actriz mexicana y su hijo Pablo “un hombre neurótico que aventaba las cosas si no le salían bien”. Al colocar el nombre de Lilia Aragón en el buscador, éste arroja lo siguiente: “Actriz de cine, teatro y televisión mexicana. Después de su divorcio se casó con el editor Guillermo Mendizábal con quien procreó a su cuarto hijo, Pablo. Es secretaria General de la Asociación Nacional de Actores (ANDA)”.

Por un año Lulú aceptó ganar tres mil pesos a la quincena, soportar malos tratos y discriminación. Las trabajadoras usaban los vasos, cucharas y platos de plástico que estaban debajo del fregadero en donde se guardaba el jabón para lavar los trastes y las fibras. La actriz se negó a que Lulú perteneciera al Sindicato Nacional de Empleadas del Hogar porque aseguraba que ese beneficio sólo lo tenían empleados y no las “chachas”.

El constante estrés que vivía Lulú por el comportamiento del hijo de Lilia Aragón provocó la renuncia de la joven de 22 años. “En cualquier momento sentía que nos iba a soltar un golpe. Una vez golpeó a un perro, ¿por qué nosotras estaríamos exentas de esos malos tratos?”.

Ser trabajadora del hogar en México implica no tener una regulación de horarios. Pueden entrar a las seis de la mañana y terminar a las 11 de la noche. Las ocho horas de jornada laboral estipulada en la Ley Federal del Trabajo no se cumple, es ley muerta.

Por años Lulú se avergonzó de su trabajo. Prefería decir que laboraba en un tienda a decir que era empleada doméstica. Con el paso de los años entendió que es una actividad trabajo digna. “Me ayuda a mí y es como cualquier trabajo. Soy una trabajadora del hogar y eso es lo que quiero que se me reconozca”.

Actualmente labora en un casa en donde se le permite la libertad de negociar sus días libres. No usa uniforme. Mercedes y Luis, sus actuales empleadores, le pagan 6 mil 500 pesos mensuales, pero si requieren de sus servicios los fines de semana le pagan el tiempo extra. Respetan sus días feriados. Descansa cada ocho días y está al cuidado de la pequeña Renata. “Llevo medio año laborando ahí, pero ya no existe la diferencia de roles, ella es Mercedes y yo soy Lulú. Es una relación bilateral, de ayuda mutua, si yo estoy cuidando a la niña y hay que hacer algo en la casa, ella lo hace. No es como en los pasados trabajos”.

Lulú asegura que las empleadas del hogar viven una esclavitud moderna. Las condiciones que le han tocado vivir la llevaron a la lucha de los Derechos Humanos Laborales de las Trabajadoras. Desea tener una licenciatura en psicología. Renunció al amor. Decidió enfocarse en sus metas profesionales. Se describe como una mujer alegre, centrada y responsable. Amante de las novelas históricas y seguidora de la cultura de los masones e illuminati. “Ahorita una relación no es parte de mi planes. A lo mejor más adelante. No deseo tener hijos porque es muy complicado. Cuidarlos y formarlos como personas. El mundo no está para tener hijos”.

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Cuando la ley las discrimina

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]n entrevista para Siempre!, Ximena Andión, directora del Instituto de Liderazgo Simone de Beauvoir (Ilsb), organización feminista que ha contribuido a crear una sociedad más democrática y justa, expuso la situación que viven las trabajadoras de hogar: sufren una esclavitud moderna.

“Las trabajadoras del hogar son personas que cuidan a nuestras familias, hijos, además de nuestra alimentación, y a cambio reciben discriminación y violencia dentro de los hogares. Hay puntos en la ley que son discriminatorios como una jornada laboral que puede llegar a durar 12 horas. Una trabajadora del hogar puede estar laborando durante 40 años en una casa y no tiene pensión. Además, viven situaciones de violencia sexual, acoso y comen las sobras de la comida familiar”.

 

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