Por J. M. Servín

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]C[/su_dropcap]ontados son los ejemplos de capitales mundiales legendarias por su linaje imperial y leyenda negra. Londres es cuna de la civilización industrial y del crimen espectacular como reflejo decrépito de la aristocracia decimonónica. La urbe proscrita, habitada por el Mal como encarnación de la miseria que padecía el naciente proletariado urbano que inspiró a Carlos Marx para escribir El Capital.

El Londres victoriano es niebla contaminante. Prostitutas callejeras, rastros al aire libre, tugurios malolientes, bandas de ladrones de todas edades, mendigos, boxeo clandestino y circos de fenómenos donde se exhibían sujetos como John Merrick, “el hombre elefante”; la ciudad lúgubre que inspira la novela El extraordinario caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson. La sífilis, ancestro del sida, provoca alucinaciones y locura en sus etapas más avanzadas, contagio común tratado con pastillas de mercurio con escasos resultados. En el río Támesis flotan toda clase de siniestros deshechos. Así describió Charles Dickens al Londres de la plebe: “Sus caminos estaban sucios y estrechos, las tiendas y las casas miserables, la gente medio desnuda, ebria, desaliñada, desagradable. Las callejuelas y pasajes, así como tantos pozos negros, vomitaban sus ofensivos olores y suciedad, y la vida, sobre las calles desordenadas, y el barrio entero apestaba a crimen, con inmundicia y desdicha”. 

La medicina estaba muy cercana al alquimismo y había un grave enfrentamiento entre los médicos con una sociedad supersticiosa que veía como sacrilegio las autopsias y experimentos con cadáveres (de gente pobre). Se creía en la reencarnación y existía la fe en resucitar muertos mediante experimentos galvánicos, consistentes en descargas eléctricas provocadas por un enorme pistón. 

La teoría de Luigi Galvani, un médico italiano muy respetado, sostenía que el cerebro de los animales produce electricidad que es transferida por los nervios. A partir de la publicación en 1791 de su libro De viribus electricitatis in motu musculari commentarius, desbocó los delirios de grandeza de científicos, charlatanes y escritores. Comienzan los experimentos, primero con animales y luego con cadáveres humanos. Surge con ello un comercio ilícito muy redituable. La creencia en la resurrección y la inmortalidad inflamaron la imaginación de una época. Un antecedente de la silla eléctrica surge en 1818 cuando el médico Andrew Ure maravilló a un auditorio popular aplicando corriente eléctrica al cadáver de un ajusticiado en la horca, con lo que logró la reanimación del cuerpo. Al subir el voltaje al máximo Ure dijo que “se exhibieron las muecas más horribles. Rabia, horror, desesperación, angustia y sonrisas espantosas unieron su horrible expresión en el rostro del asesino”. Punición y ciencia como espectáculo populachero.

En aquel mismo año Mary Shelley concibe su novela Frankenstein o el moderno Prometeoinfluida por los polémicos y aterradores experimentos galvánicos.

Entre 1750 y 1850 era común encontrar en cualquier hogar inglés The Newgate Calendar, subtitulado The malefactors bloody register (“El sangrante registro de los malhechores”) libro de autor anónimo que recopila los relatos escuchados por celadores en la siniestra prisión de Newgate, las historias de los presos que todos los domingos se sentaban en un banco para los condenados a la pena de muerte. Concebido con la idea de fomentar la virtud entre la población infantil con exaltadas y escuetas narraciones de crímenes horrorosos, es el precursor del periodismo sensacionalista que ya desde entonces circulaba a través del Penny Dreadful, narraciones breves en hojas sueltas vendidas a un penique al morboso populacho. El libro tenía como propósito alejar a los niños de las calles y el mal, quizá como una especie de culpa subyacente por el grave problema de pedofilia, explotación laboral y prostitución de menores, sobre todo huérfanos sin hogar, que asolaba a la pudibunda sociedad victoriana. Terror y paranoia iban de la mano con una política punitiva para controlar a la población.

Originalmente, The Newgate Calendar constaba de cinco gruesos volúmenes y con el paso del tiempo llegó a convertirse en un clásico que influiría enormemente en Charles Dickens, quien con el seudónimo “Boz”, prologa una de las tantas ediciones; de Daniel Defoe entre otros muchos escritores ingleses decimonónicos de horror gótico o detectivesco. P. D. James escribió La octava víctima, investigación novelada sobre el crimen irresuelto de dos familias de comerciantes masacradas con saña a comienzos del siglo XIX.

Entre las muchas historias narradas en el The Newgate Calendar está la de los crímenes de los “resurreccionistas”, profanadores de cementerios que robaban cadáveres para venderlos a anatomistas y médicos. Enorme negocio que prosperó al amparo de la policía que encubría a los compradores, provenientes de la alta sociedad londinense. Una policía poco profesional que solía quedarse dormida de borracha en cualquier rincón. La demanda de cadáveres frescos era tal, que muy pronto comenzaron a desaparecer personas, niños principalmente.

Es el escenario urbano que incuba la aparición entre 1888 y 1991 aproximadamente, del asesino serial como figura mediática: Jack el Destripador de mujeres, a la par que un arquetipo literario detectivesco, casi real: Sherlock Holmes, resuelve los crímenes que rebasan la capacidad de la legendaria policía de Scotland Yard.

Con este telón de fondo y en el bicentenario de la inmortal novela de Mary W. Shelley, Netflix transmite la primera temporada con seis episodios de Crónicas de Frankenstein, serial policiaco con tintes góticos. Ambientado en el Londres de 1827, retrata una época pestilente y prejuiciosa e incursiona en el mito de los muertos vivientes. Historia y ficción como entretenimiento para imaginaciones adultas.