Varias señales de alerta roja internacional están gravitando sobre el Estado mexicano. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el Comité para los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, dependiente de la ONU, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han lanzado sendas advertencias en torno al incumplimiento generalizado de las obligaciones de respetar, proteger y garantizar los derechos humanos.
Tales cuestionamientos evidencian delicadas patologías: inseguridad, desapariciones y desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones extrajudiciales, ataques a grupos vulnerables, despojos masivos en agravio de pueblos indígenas y pueblos originarios, acoso a las organizaciones sindicales, esclerosis de los sistemas de justicia, violación extendida de los derechos humanos económicos, sociales, culturales y ambientales.
La validez de las críticas supranacionales está corroborada con lo aseverado en el informe de labores 2017 de la CNDH en el sentido de que México no ha experimentado un cambio significativo hacia un mayor respeto y vigencia de los derechos humanos. Las atrocidades perpetradas en Iguala, Tanhuato, Apatzingán, Tlatlaya, Nochixtlán y Chalchihuapan son muestras elocuentes de la extrema gravedad de ese estado de cosas.
El mensaje emitido por el Alto Comisionado tras su visita oficial de 2015 no deja lugar a dudas sobre la magnitud del desastre humanitario: “Para un país que no se encuentra en medio de un conflicto, las cifras calculadas son, simplemente, impactantes: 151,233 personas asesinadas desde diciembre de 2006. Desde 2007 hay al menos 26,000 personas cuyo paradero se desconoce. Muchas desapariciones forzadas, torturas y ejecuciones extrajudiciales han sido llevadas a cabo por policías y miembros del ejército”.
Hace unos días, la Academia de Derecho Internacional Humanitario y Derechos Humanos de la Universidad de Ginebra difundió el Reporte de Conflictos Armados 2017, donde se indica que la violencia que se registra en México corresponde a la de un conflicto armado no internacional, como el de Colombia. Tal aserto se deduce de la intensidad de las confrontaciones entre las fuerzas armadas y la delincuencia organizada, el creciente impacto directo y colateral en la población civil y el notable incremento de los desplazados internos.
Así pues, la crisis de derechos humanos ya alcanzó el estatus de un conflicto armado interno que debe regirse por las normas del derecho internacional humanitario y cuyas violaciones graves constituyen crímenes de guerra conforme con el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.
“Ignorar lo que está sucediendo en este gran país no es una opción para nosotros”, dijo en ese entonces el Alto Comisionado. Tampoco es una opción para los aspirantes a la Presidencia de la República, quienes deben pronunciarse al respecto. Menos aún lo es para los ministros del máximo tribunal, en cuyas manos está invalidar la nefanda Ley de Seguridad Interior y evitar así la normalización del estado de excepción en el que se ha desarrollado este holocausto nacional.



