Enrique Rajchenberg S.

Ya pasaron algo más de 25 años desde que se derrumbó un coloso que para muchos representó el ícono del mundo deseable y por el que valía la pena luchar para defenderlo de todas las agresiones. A pesar de ese cuarto de siglo transcurrido aún no alcanzamos a reordenar las coordenadas que dan sentido a la realidad planetaria. Para aquellos que nacimos y que vivimos una parte de nuestra vida en un mundo fragmentado en dos bloques gigantescos todavía tenemos que reconstruir la narrativa histórica de ese final dramático del siglo XX e inicios del actual.

En el tránsito al último decenio del siglo pasado, los acontecimientos se sucedieron a velocidades vertiginosas como es habitual durante las coyunturas de gran convulsión política: un fenómeno que parece delinear una tendencia se revierte en favor de otro de signo contrario pocos días después o incluso el mismo día. Vale decir, si la Historia está siempre abierta a una multiplicidad de posibilidades, en ciertos momentos ese horizonte adquiere mayor longitud.

Por ello, creo que Enrique Semo decidió emprender el viaje de varios meses al Este europeo en 1990. Partió para escuchar a los protagonistas de ese rompecabezas político e ideológico. En las maletas no había que colocar ideas preconcebidas ni supuestos, sino el cúmulo de preguntas que permitirían, si llegaban a ser respondidas, ofrecer un marco interpretativo de los sucesos que “estremecieron al mundo”, como diría John Reed. Para lograr ese fin, Enrique entrevistó a un sinnúmero de actores políticos en la República Democrática Alemana, en Rusia, en algunas de las antiguas repúblicas de la URSS y en Polonia. El conjunto de estos documentos compilados a inicios de los noventa fue publicado en ese momento y reeditado en este final de año.

Varios denominadores comunes reaparecen en cada una de las entrevistas, incluso si los actores pertenecen a corrientes políticas totalmente contrarias. En primer lugar, no hay ningún sentimiento nostálgico por el mundo que se está disolviendo a inicios de los noventa. La experiencia del socialismo realmente existente suscita en todos un rechazo contundente y lo que más se deplora de aquella experiencia es la exigüidad o la ausencia de espacios democráticos. No se hace mención de las tristemente largas colas para adquirir bienes básicos o, peor aún, el hacinamiento habitacional de una familia de varios miembros a la espera de la asignación estatal de vivienda para un matrimonio nóvel. Como contrapartida, tampoco se hace referencia a los íconos de la propaganda de la era estaliniana o jruchoviana acerca de la cantidad de tractores fabricados o las toneladas de acero forjado en las siderúrgicas. Nadie se enorgullece de eso en las postrimerías del siglo XX.

En segundo término, destaca la preocupación por los lugares que ocuparán el Estado y el mercado, o bien éste en exclusiva en el nuevo orden que sobrevendrá: ¿qué debe ser reservado al Estado y qué al mercado? ¿Es acaso el mercado el reino de la libertad y del fin de la necesidad? O sea, ¿una inversión de los términos de la retórica del antiguo régimen? En rigor, nadie tiene en esos momentos una respuesta definitiva, sino titubeante: algo de mercado, algo de Estado. Tal vez siguen sin tenerla actualmente. Pero de lo que no hay duda es que el espejismo del mundo capitalista occidental tuvo más eficientes publicistas que los adustos y grisáceos intelectuales y burócratas del universo socialista realmente existente que pregonaban cifras de cosechas, mientras que el primero exhibía rubias amas de casa felices con lavadoras que las liberaban de tallar la ropa en los lavaderos.

Por último, la gran cuestión y que subsume a las dos anteriores, consiste en si el socialismo debe ser olvidado y emprender una alternativa capitalista. En otras palabras, ¿qué significa proyecto socialista tras el derrumbre del bloque europeo oriental? Hay quienes que con gran lucidez logran redefinir una propuesta socialista para los tiempos por venir. Es el caso de Nuevo Foro de la República Democrática Alemana a cuyo dirigente Enrique interrogó. Es una entrevista sin desperdicio en que quedan nítidamente definidas las posturas de una nueva izquierda que reivindica un socialismo democrático que implica un recorte severo a las atribuciones de la burocracia y el protagonismo participativo de los trabajadores. Pero también se hace hincapié en la necesidad de incorporar al ideario socialista el aporte del feminismo, del ecologismo y del antirracismo. En otros casos, las respuestas son más ambiguas, porque todavía no se ponía nombre a la opción política deseada o porque en realidad lo único certero era el repudio a lo vivido hasta entonces.

Solemos referirnos a esa porción del planeta como bloque socialista, o sea, como si se tratara de un conjunto homogéneo. Enrique hace hincapié en la textura diversa de los países que lo integran. Su historia, sus tejidos societales, sus antiguos dirigentes, su composición étnica difieren grandemente entre sí y ello se refleja en cómo conciben sus actores la construcción del nuevo régimen, pero también cómo resurgen añejas rivalidades e intolerancias racistas. Polonia es emblemática desde esta perspectiva: las leyendas de la sangre, como las denominó la antropóloga de esa nacionalidad, Joanna Tokarska-Bakir, que datan de la Edad Media regresaron en el contexto de un antisemitismo sin freno. Algo semejante acontece con los nacionalismos exacerbados, devenidos identidades asesinas y muchas veces atizados por quienes la hiperbalcanización es el modo de consolidar sus intereses en la región.

Crónica de un derrumbe no es sólo compilación de testimonios y entrevistas, sino también interpretación de ese vasto material. Por algo Enrique es profesionalmente historiador de los que no se contentan con transcribir una profusión de fuentes primarias. Los ensayos que cierran el libro reflexionan críticamente sobre los sucesos de 1989 a 1991. Dos ejes de esa reflexión resultan cruciales. El primero concierne a la caracterización teórico-conceptual del proceso de marras y que estaba aún lejos de concluir en 1991. Para el autor, se trata de una revolución, inconclusa como reza el subtítulo del libro, pero al fin y al cabo una revolución. Aquellos que suponen que en el mundo contemporáneo toda revolución debe inaugurar una realidad menos cruenta, es decir, algo mejor de lo que se dejó atrás, impugnarán esta interpretación. En verdad, no hay nada en el concepto de revolución que la vincule a la garantía de mayor felicidad para el género humano. Supongo que Enrique se refiere en una primera instancia a un hecho básico de todas las revoluciones, a saber, cómo la acción colectiva de una multiplicidad de sujetos derrumba un régimen político-social. Si lo que acontece después resulta ser mejor o peor, es harina de otro costal y debe ser objeto de otro análisis. Indudablemente, como lo afirmó el entrañable Friedrich Katz, para que los hombres y las mujeres decidan “irse a la bola” es preciso que exista la utopía de algo distinto a lo que exista, en suma, una alternativa pero, como todos sabemos, las intenciones y las ideaciones de la acción no coinciden nunca o casi nunca con sus consecuencias prácticas. Alguien decía que frecuentemente los volcanes revolucionarios no logran parir sino ratones reformistas, y a veces, agrego, gorilas contrarrevolucionarios.

En el caso de los países europeo orientales, no hay duda de que el régimen estatista y altamente burocratizado se desmoronó a resultas de la irrupción de amplias capas de la población en el escenario político o, mejor dicho, creando ese escenario hasta entonces reducido a guiones de “piezas teatrales” con más de mil representaciones. Este es el segundo eje que deseo resaltar: el de la importancia de las movilizaciones internas en cada país en la caída de los gobiernos de Europa del Este. Éstas no fueron espontáneas, como si súbitamente la antidemocracia vigente se hubiera hecho intolerable e ilegítima y, por lo tanto, se estableciera la firme decisión de desobedecer. Estuvieron precedidas por levantamientos en los años cincuenta y sesenta, como fue particularmente el caso en Polonia, pero que dada la fragilidad económica de los Estados en los ochenta ya no pudieron ser reprimidas. No obstante, no hay duda de que los países capitalistas occidentales colaboraron en la caída de los regímenes y que incluso la financiaron como quedó evidenciado con la institución vaticana y su jefe de Estado, el papa Wojtyla.

Solemos coloquialmente referirnos a estas movilizaciones multitudinarias donde siempre participa gran cantidad de jóvenes con una metáfora tomada en préstamo de los ciclos meteorológicos, la de la primavera: primavera de Praga, primavera parisina, etc. No hay relación alguna entre estos despertares insurreccionales y el clima, como lo sugirió algún historiador checo-mexicano y acerca de quien Enrique ironizó burlonamente hace ya buen tiempo. Más bien se trata de saber qué es lo que nos lleva a “brincarnos” estaciones del año y pasar tan frecuentemente de las primaveras a los otoños o incluso al invierno sin conocer los cálidos veranos políticos si no es excepcionalmente. Precisamente, el último ensayo del libro que estamos comentando se llama “El otoño de los pueblos”. La última vez que sucedió esta alteración de la regularidad cíclica de las estaciones fue en 2011 con la llamada primavera árabe que en Egipto concluyó en un invierno represor y en Túnez en un otoño algo más benigno. Pues precisamente en la República Democrática de Alemania donde había grupos de izquierda tan lúcidos, todo concluyó en la reunificación alemana y la subordinación a los engranajes del capital más desarrollado de Europa, con todo y resurgimiento de organizaciones neonazis. No puedo extenderme sobre este punto ni avanzar hipótesis, pero no tengo duda de que es imprescindible llevar al cabo una rigurosa reflexión si todavía quedamos algunos testarudos para quienes el “socialismo posible”  tiene un sentido y una razón para tener una práctica política y para quienes cambiar el mundo sigue siendo un propósito socialmente válido y éticamente indispensable.

Para finalizar quiero referirme a la sección más reciente del libro que es el prólogo redactado para esta segunda edición. Concierne a la exposicón de los acontecimientos que se fueron sucediendo en la ex URSS a partir de 1991 y que llevaron a la exclusión de Gorbashov, al encumbramiento de Boris Yeltsin, posteriormente de Vladimir Putin y, como es sabido, al desmembramiento de ese inmenso país en un conjunto de repúblicas confederadas y luego totalmente independientes.

Pero, de hecho, lo que más me interesa resaltar de ese prólogo es el saldo que traza Enrique de la experiencia revolucionaria rusa a partir de 1917 a contracorriente de la facilidad con que hoy se hace leña del árbol caído. Enumera una serie de indicadores sociales y económicos que atestiguan una elevación del nivel de vida de amplísimas franjas de la sociedad rusa o soviética en general. Se podrá alegar que esos mismos datos pueden encontrarse en el polo capitalista del mundo desarrollado y es absolutamente cierto. Incluso Estados Unidos y Europa occidental sobrepasaron esos niveles durante los llamados treinta gloriosos, es decir, las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Con una facilidad sorprendente, propia de los prestidigitadores, hoy muchos claman consiguientemente la inutilidad de las revoluciones, no sólo de la rusa, sino también de la mexicana y la cubana o, como lo hizo François Furet respecto a la francesa en vísperas del bicentenario de la toma de la Bastilla. En otras palabras, nos hallamos ante un revisionismo histórico conservador y reaccionario. La gran diferencia entre Europa occidental y Rusia radica en que ésta en 1917 era un país atrasado en el concierto mundial, mientras que Europa logró armar el andamiaje de sus politicas de protección social y de redistribución del ingreso con base en la riqueza amasada por la práctica del colonialismo. Cecil Rhodes, el político britanico de finales del siglo XIX y fundador de la mayor empresa mundial de comercialización de diamantes, De Beers, lo expresaba con claridad meridiana y con toda la soberbia y el cinismo que sólo los ultrapoderosos pueden ostentar. En 1895, dijo a un contingente de desempleados hambrientos londinenses: “El imperialismo es la solución para el problema social, esto es, con el objeto de evitar a los 40 millones de habitantes del Reino Unido una sangrienta guerra civil, nosotros los hombres de Estado colonial debemos adquirir tierras para asentar en ellas al excedente de población y para proveer de nuevos mercados a los bienes producidos en las fábricas y en las minas”. Concluyó: “Si queremos evitar la guerra civil, tenemos que volvernos imperialistas”.

La Rusia bolchevique no gozó de esa posición en el reparto colonialista del mundo. Aquí reside la relevancia de la Revolución de Octubre y lo que ésta implicó en tanto inicio de un vuelco en el paisaje social ruso, sin por ello soslayar la dramática deriva estalinista: sin la experiencia revolucionaria, al igual que Cuba en los sesenta y setenta, no hubiera existido esa transformación de la vida de millones de rusos que describe Enrique. En ello no puedo estar más de acuerdo con mi tocayo, autor de un libro de indispensable lectura o relectura.

Enrique Semo. Crónica de un derrumbe. México, Editorial Ítaca, 2017.