La historia ha demostrado, con certeza casi científica, que una elección no se gana en un debate pero que en un debate puede perderse.

Los electores registran y recuerdan más los errores que los aciertos. En 1960 sopesaron más la barba y el sudor de Richard Nixon que las respuestas de John Kennedy, las cuales ni se recuerdan. En 1992, lo más notable fue que George Bush, padre, no supo el precio de la leche, pero no las respuestas de William Clinton. En el 2000, no se grabaron las declaraciones de Vicente Fox pero sí las de Francisco Labastida.

La lista sería grande y muchos son los que juran que el debate fue la debacle de los derrotados. Vi de cerca la elección mexicana del 2000 y creo que fueron muchos los ingredientes de la derrota priista, incluyendo hasta factores de alta traición partidista. Pero no puedo negar, ni Labastida niega, que su desempeño en el debate fue de lo más costoso.

Por eso nada garantiza que los debates actuales puedan servir para ganar la elección. Los protagonistas de la justa pretenden entusiasmar a un electorado aburrido, cansado, desconfiado y decepcionado. Sería sano que lo lograran. Muchos electores han llegado al tedio. Por esa razón, si para algo podría servir un ejercicio de esta naturaleza sería para reanimar al electorado, para ganar su confianza y para granjearse su respeto.

También debe considerarse que no existe relación absoluta entre ganar el debate y ganar la elección. En 1994, Diego Fernández de Cevallos ganó el debate pero perdió la elección. En 2000, Vicente Fox ganó el debate y la elección. En 2006, López Obrador ganó el debate y perdió la elección. Y en 2012, Enrique Peña ganó debate y elección. Así que no hay reglas infalibles.

Para fortuna de los debatientes yo no soy su mánager. Porque si lo fuera, la razón abstracta me aconsejaría que se aplicaran más a la réplica que a la acusación. Que tales réplicas fueran dirigidas al más cercano en la posición de encuesta y no a cualquiera. Y que les convendría  calcular que las valencias de una contienda tripartita son distintas de la bilateral, ya que nada les garantiza ganar lo que otro pierda sino que ello puede beneficiar a un tercero.

Esto último lo digo sencillamente porque Ricardo Anaya y López Obrador se encuentran, geométricamente, en los extremos de esta elección, mientras que José Antonio Meade se encuentra al centro. Si los extremos se dañan en votos, sobre todo los de los indecisos, es previsible que ello beneficie al centro antes que al otro extremo.

Pero, asimismo, hay que cuidarse de los efectos colaterales de un debate. Las contiendas modernas involucran varios elementos que no son malos, pero que deben ser tratados con mucho cuidado para no incurrir en riesgos. 

También se debe considerar que una sociedad como la mexicana, así como muchas otras en el mundo, está básicamente formada por personas no profundamente orientadas, no plenamente informadas y normalmente alarmadas. Ellas conforman un electorado vulnerable ante las ocurrencias vertidas en la contienda. El segmento más sólido del electorado que pudiera evaluar la contienda con razonable sensatez suele ser, por desgracia, el minoritario.

Por ello, deben evitar el riesgo de caer en un debate sin ética, sin seriedad y sin respeto,  que humille al electorado por la vía de la mofa hacia aquellos a quienes las circunstancias de la vida los han colocado en la imposibilidad de discernir que están frente a la infamia de la burla.

Bien dijo John Ruskin que la esencia de la vulgaridad es la falta de sensibilidad.

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