Por Daniel Espartaco Sánchez
[su_dropcap style=”flat” size=”5″]S[/su_dropcap]egún me cuenta mi hermano, cuando un maestro mío se enteró de que godínez era el nuevo mote para designar a esa clase social, compuesta por miles de oficinistas, empleados administrativos y similares que cada día abarrotan el transporte público para insuflar de sangre a los edificios corporativos y de gobierno en la Ciudad de México, exclamó: “Antes les decían gutierritos”; en referencia al entrañable personaje encarnado por Rafel Banquells en la telenovela homónima de 1958, producida por el legendario productor Valentín Pimstein (quien por cierto murió hace menos de un año sin que nadie ponderara su lugar en la cultura popular y en la idiosincrasia nacional). El lenguaje hablado cambia con el tiempo, aunque tanto Godínez como Gutiérrez tienen un origen similar. Al igual que Sánchez, Hernández, Gómez, etcétera, son apellidos muy comunes y por lo tanto están considerados exentos de toda prosapia en este país acomplejado hasta la médula: son apellidos mestizos, de gente pobre, de esa que va a escuelas públicas y en el caso de esta ciudad, tiene que recorrer kilómetros y kilómetros durante horas desde la periferia al centro.
Pero yo soy de otra opinión, sin bien no encontré en los registros de los españoles que llegaron con Cortés a México en 1519 ningún Godínez, encontré 32 García, por ejemplo, 20 Gómez, 17 Gutiérrez y 15 Sánchez, todos ellos apellidos despreciados en México, pero ¿al igual que los gringos de Nueva Inglaterra no deberíamos sentirnos orgullosos como ellos lo están de descender de los peregrinos del Mayflower? ¿De tener apellidos de tan alta alcurnia? Ya se ha hablado y se hablará de que llamar godínez a un oficinista es un acto de discriminación, clasismo, y yo no puedo estar más que de acuerdo. Pero en este artículo me gustaría hablar de otro enfoque, ya que, gracias a Dios, no soy un periodista mexicano de izquierda que gana miles y miles de pesos al mes en la prensa nacional defendiendo a los desposeídos. Podría también intentar revindicar a los oficinistas hablando de su lugar en la literatura universal. Gógol, Chéjov y Melville vieron en ellos algo que, al parecer, los millenials freelancers, tan ocupados con sus Mac en los dizque confortables Starbucks (todos iguales), jamás serán capaces de reconocer. Recomiendo sobre todo leer A la deriva de Joris-Karl Huysmans, una novela que, a pesar de su antigüedad es tremendamente actual (al menos para mí).
Pero tampoco es este mi enfoque. Al buscar información sobre el apellido patronímico Godínez, que significa hijo de Godín, encontré que se trata de una deformación de godo. Los godos, como debería de saber cualquier freelancer que desprecia a los godínez, fueron guerreros terribles que invadieron la Hispania romana en el siglo v de nuestra era y fundaron un reino que perduró hasta la invasión del Islam. Hachas arrojadizas, cuernos en los cascos, pieles mal curtidas, rostros cubiertos de sangre, barbas que harían llorar a un barbero de la colonia Roma, bacanales etílicas que terminaban en algún asesinato o dos, sus resacas debieron ser descomunales —y no hablemos de la higiene—, los godos y sus descendientes fueron de los pueblos más incomprendidos de la historia —se les criticaba por la manera como hablaban, eran llamados bárbaros por su vestimenta y por la música que escuchaban en sus orgías, pero sobre todo por venir de la periferia—: en aquél entonces no había departamentos de relaciones públicas y asolar Europa, conquistar pueblos y someterlos a tributo era por lo general mal entendido. Si bien es cierto que Alarico I, al saquear Roma en el 410, no les ayudó a mejorar en la percepción del público, en parte por la mala prensa, con frecuencia se nos olvida ponderar las virtudes de Teodorico el Grande en Italia, su contribución al Derecho, y la muerte del otro Teodorico, el visigodo, en la los Campos Cataláunicos y el aporte de este pueblo en la derrota de Atila, el azote de Dios. Por más que sus detractores insistan en enumerar sus defectos, que son considerables, de lo que no me cabe la menor duda es que los godos eran unos tipos valientes: después de todo asolar Europa, conquistar pueblos y someterlos a pagar tributos no es cualquier cosa, sobre todo si necesario ejercer la violencia.
Pues la sangre de los godos, / el linaje y la nobleza / tan crecida, / ¡por cuántas vías y modos /se sume su gran alteza / en esta vida!, dice el poeta. En el primer capítulo de La guía del mochilero para la galaxia de Douglas Adams aparece un personaje, un funcionario llamado L. Prosser, cuyo trabajo es demoler la casa de Arthur Dent, el protagonista de la novela. Lo que Prosser ignora es que es un descendiente en línea masculina directa de Gengis Jan. Esto le hace tener, en medio de sus obligaciones, toda clase de inexplicables visiones y recuerdos sobre sangrientos campos de batalla. Desde que leí sobre el origen godo de Godínez, y puesto que los godos aportaron sus genes a la raza española, de la cual descendemos también los Hernández y los Martínez, me ha dado por fantasear sobre los remanentes de este pueblo en nuestros así llamados godínez. Nuestros oficinistas deberían de revindicar el mote de godínez, orgullosos de la sangre gótica que corre por sus venas. Y puesto que me llamo Sánchez, y es apellido de abolengo —pues mis antepasados vieron alguna vez hundirse los barcos en que llegaron a México, sobre el golfo, y ganaron gloria en la batalla (un poco vergonzosa, la verdad) — y alguna vez fui godínez —tuve un trabajo de 9 a 6, como todo hijo de vecino—, revindico también para mí esos orígenes (mi padre se llama Raúl, por cierto, un nombre de origen gótico que significa “guerrero valiente”).

¿O de qué otra manera se puede explicar, por ejemplo, que en los andenes del metro o del metrobús, nos arrojemos sobre las puertas del transporte dando toda clase de alaridos, empujando, de manera salvaje, como si nos encontráramos en los Campos Cataláunicos, hacha arrojadiza en mano, sin temor a la muerte? Me pasa con frecuencia en Eje Central esquina con Madero: estoy en medio de una multitud desordenada que espera el semáforo para cruzar el paso peatonal, del lado de Madero veo una multitud igual de nutrida y ansiosa. Antes me sentía un extra de Corazón valiente, ahora más bien siento un ligero mareo, cierro los ojos, escucho el casco de los caballos, el ruido del acero al chocar, olfateo el olor de la sangre, recuerdo una canción en un idioma que ignoro y siento unas ganas enormes de encomendarme a algún antiguo dios pagano de un solo ojo. El semáforo cambia, las dos multitudes avanzan dispuestas a chocar, caballos, acero, gritos, los veo a venir hacía mí, y siento estas ganas enormes de tener en la mano un objeto contundente o filoso y golpear el rostro del viejecito que viene en sentido contrario y me rosa en el hombro. De pronto despierto y ya estoy en Madero, a los pies de la Latinoamericana, la cual por cierto no es ninguna torre de homenaje. No me cabe duda: corre sangre goda por mis venas. Quien haya visto jugar a Diego Godín, el defensa central del Atlético de Madrid, sabe de lo que estoy hablando. ¿Y de qué otra manera explicar las mordidas de Suárez, otro jugador de origen claramente godo?
Los godos eran conocidos por su apetito. Se dice que un solo godo podía comer una ternera asada rellena de perdices. En las calles aledañas a los corporativos de Insurgentes, Reforma y Presidente Masaryk, el lector atento encontrará escondidas toda clase de fondas baratas en donde come la masa humana que conforma aquella clase social llamada con desprecio godínez, ya que no puede permitirse, al menos no siempre, comer en los restaurantes vistosos sobre la avenida (eso es para los directivos, o para los que poseen los medios de producción). Si bien la dieta de los actuales descendientes de los godos ya no es tan rica en proteínas, continúa siendo abundante, al menos en carbohidratos, la razón por la que muchos individuos de nuestra clase son realmente gruesos. Por eso atestamos las aceras con nuestro lento paso, y sobre todo por nuestra camaradería y nuestra costumbre de caminar alineados y no en fila india (se sabe que los godos era un pueblo democrático que votaba a sus jefes), sobre todo los jueves y martes de 2 por 1 en helados en Nutrisa. La dieta del neogodo haría llorar a cualquier estudiante de nutrición:
Primer tiempo: sopa de pasta, acompañada de bolillo y tortilla.
Segundo tiempo: arroz o espagueti, acompañado de bolillo.
Tercer tiempo: enchiladas verdes o rojas, también acompañadas de bolillo (el bistec o la pechuga cuesta setenta pesos, no nos lo podemos permitir siempre).
Ante la pregunta de la mesera, “¿Sus arroces solos, señor?”, el oficinista sabe que es ahora o nunca, como Alarico ante las puertas de Roma (no como ese pusilánime de Atila que se dejó impresionar por un papa y unos cuantos ángeles), y responde: “con un huevo por favor”. Digan lo que digan, ni los manjares de Las mil y una noches —o una ternera rellena de perdices— se comparan con un plato de arroz a la mexicana coronado con un huevo estrellado. Y en contra de las leyes más elementales de la nutrición (y de la termodinámica), burlando el rostro de la muerte y la noción de ciertas enfermedades crónico degenerativas, cualquier oficinista que se precie de serlo, acompaña su arroz con huevo con un buen trozo de bolillo o una tortilla de maíz. Por supuesto, también hay neogodos que reniegan de su pueblo, suele vérselos revoloteando en Superama, en el bufete de ensaladas, o en la cola del mismo lugar con un paquete de habaneras y una latita de atún con chícharos. Pero aquellos no son dignos de ser mencionados en ese artículo.
Por último, los godos también eran conocidos por su espíritu festivo. Un viejo dicho latino del siglo VI en el norte de Italia rezaba: “Donde hay fiesta hay un godo”. Había toda clase de expresiones como “parrandear como un godo”, “borracho como un godo”, “seguirle el paso a un godo”, todas ellas recogidas por el historiador latinizado Ordorico Apiano Séptimo en su famosa, aunque incomprendida ya desde entonces, Suma gótica. Recomiendo también leer Orígenes y gestas de los godos de Jordanes.

El lector debería de tomarse el tiempo de caminar por Insurgentes Sur un viernes a las seis de la tarde. De lado de la Del Valle se encontrará con un restaurante llamado La Mansión: mesas, manteles, gente adinerada disfrutando de una copa de vino y cortes de carne. Los valet parking apresurados en una de las calles aledañas, estacionando toda clase de vehículos lujosos, muchos blindados: Mercedes, BMW, etcétera; camionetas tan grandes, pesadas y tan gruesas a las que solo habría que colocarles una torreta con cañón para mandarlas a la batalla de Kursk a enfrentarse con una división de tanques soviéticos. Mientras sus amos cenan, los guaruras con trajes mal cortados, o que les quedan grandes o pequeños, comen de pie tacos, junto a estos vehículos resguardados celosamente. Unas cuadras más adelante está el Suntory, donde, salvo el menú, el escenario es casi igual. A este lugar acude no solo la clase empresarial y las buenas familias, también la clase política que toma las decisiones en este país. Comen platillos lujosos como el sashimi y toman whiskies japoneses que, como muchos saben, son de los mejores que hay, mientras contemplan la belleza de un jardín rodeado de bambúes, ajenos al bullicio de Insurgentes (no creo que piensen en Basho o Kobayashi, aunque quién sabe). Hay otros lugares, dependiendo más o menos de las posibilidades económicas de cada quien. Los nuevos edificios corporativos refulgen con los últimos rayos de sol. Mañana es sábado, en una de las calles aledañas, una pequeña cervecería godínez resiste a los avances del progreso y el boom inmobiliario de la zona. Su función es sencilla, humilde: dar alivio y consuelo a esa clase social que el lector desprecia. Le recomiendo especialmente visitar el lugar un viernes de quincena. Mientas usted se va acercando escucha una música cada vez más fuerte, luego un vocerío. Alrededor de la entrada hay algunos individuos fumando un cigarro. El lugar está atestado, si encuentra usted lugar acomódese en un rincón y observe. También puede ser partícipe de la celebración y pídale al mesero una cerveza familiar, no se le vaya ocurrir pedir una pequeña o una “artesanal” porque no hay. El lugar es generoso y recibirá también un cuenco de plástico en gran formato lleno de frituras de fécula de maíz y salsa picante hecha con base en vinagre y bixina. La rocola está a todo volumen. No se le ocurra gastar una moneda en música de Raúl Alejandro Escajadillo Peña, mejor conocido como Aleks Syntek. Ahí el sujeto del que trata este artículo encuentra su plenitud: la cartera llena y la mesa a rebosar de envases vacíos. Se ríe, se pelea, se discuten toda clase de problemas laborales que a nadie le importan, a ritmo de música banda y reguetón; ahí se fraguan toda clase de amores o se rompen, de amistades y enemistades, lealtades, estratagemas, alianzas; se conspira incluso en contra del jefe (los godos cuestionaban las decisiones de los jefes y hasta los deponían: aquello ya pasó de moda). Los meseros ya no se dan abasto. Uno de ellos está pensando seriamente en renunciar. De pronto termina una canción, la rocola calla un segundo y comienzan a escucharse las primeras notas de un clásico de ayer hoy siempre: “Un millón de estrellas” de Polo Montañez. Y luego: Yo no sé por qué razón cantarle a ella / si debía aborrecerla con las fuerzas de mi corazón. Y más adelante: Porque yo en el amor soy un idiota que ha sufrido mil derrotas… Siempre me ha sorprendido la habilidad que tenemos los godínez de poder bailar salsa y otros ritmos en cualquier circunstancia, sobre todo en espacios sumamente reducidos. Un hombre grande, realmente grande, como un antiguo guerrero, sin saco, las mangas arremangadas y la corbata suelta, se levanta y saca a bailar a una de sus compañeras de oficina. Apenas si hay un metro cuadrado para bailar en medio de ese lugar. El hombre decide sacar a otra compañera. Es decir: baila con una mujer en cada mano. Las mujeres poseen una gracia extraordinaria, el hombre alza los brazos y ellas giran. Un hombre feliz, sonriente, satisfecho en una especie de transe. Él es el vehículo para que las mujeres se solacen en un éxtasis tranquilo al ritmo de aquel gran maestro, Polo Montañez (un patronímico que también termina con la partícula “ez”, por cierto). Es el momento en el que me preguntó porqué la gente se burla de los godínez.
“Los godínez son las alas del amor”, pienso.
*Ilustración de portada: Chula Récords

