Por Jorge Ibargüengoitia*

 

Después de ver cinco obras de autor mexicano, cuando había casi decidido abandonar el rastrero oficio de cronista teatral, llegué a la Sala Chopin y vi Mis queridos patanes. Decir que fue una experiencia inolvidable sería una exageración, pero sí debo aceptar que por primera vez en muchos meses, participé de lo que estaba sucediendo en escena; cosa que no me había ocurrido ni con la obra de Novo, ni con la de Carballido, ni con la de Inclán, ni con la de Basurto, ni con la de Cantón. Después de ver un toro que parece gato, un príncipe azteca  que parece alumno de Teoría y Composición Dramáticas y una dama de la alta que parece dueña restaurante típico, ver entrar en escena un señor judío que parece señor judío, es casi un milagro.

La obra de Neil Simon es de las que se escriben por centenares y se montan por docenas después de pulirlas y arreglarlas. Es una máquina de hacer reír que funciona perfectamente. Está construida de acuerdo con una fórmula, pero cada uno de los elementos de esa fórmula, que son los personajes, está bien observado y cada chiste es un chiste, no una sangronada. Además, los chistes son tan complejos en su sencillez, que no pueden haber sido logrados más que a base de aproximaciones sucesivas. Por ejemplo: suena un teléfono, la única persona que está en el cuarto es la madre del dueño del departamento; contesta el teléfono, le dan un recado para su hijo; ella dice: “Déjeme buscar un lápiz”, entonces, yo veo que arriba de una repisa hay un vaso con lápices, pero ella no lo encuentra; memoriza el recado, recibe otros dos y al final tiene una verdadera sopa en el cerebro. Se va la señora, entra el hijo, quiere escribir algo y toma un lápiz de vaso que está encima de la repisa. Esto para mí ya no era chiste, porque había visto el vaso un cuarto de hora antes, pues bien, fui el único que lo vio, porque el resto del público soltó la carcajada en ese momento. Es decir, es un chiste que no se preparó cuando se escribió la obra, ni siquiera mientras se montaba, sino después de estrenada.

Como en todas las obras americanas “de pegue”, en esta hay una historia de amor, que supongo que ha de tener la finalidad de captar el interés de las personas insatisfechas; pero realmente tienen que estar mucho más insatisfechas que yo, porque a mí no me interesó nada: dizque un joven tenorio ama tanto a una mujer que la respeta. Eso yo no me lo creo ni aunque fuera una fábula de La Fontaine.

El joven me parecía interesante mientras estaba haciendo trampas y consiguiendo mujeres para el comprador de Atlantic City, pero cuando entraba la tal Connie (muchacha decente) con la mejor intención de violarlo, se convertía en un perfecta imbécil. En cuanto a la muchacha decente, me parecía una chantajista sentimental de lo más detestable. La mujer liviana que vivía en el piso de arriba, en cambio, me parecía un personaje más sensato e interesante. Estos tres personajes son planos, pero no en una sentida peyorativo. Son planos porque así están construidos. Dos de ellos son boy meets girl y todo eso y la otra es el manguito que sacan cinco minutos para condimentar la pieza. Los otros tres son; dentro de su esquematismo, personajes de bulto. El padre y la madre piensan, actúan, hablan y hasta se equivocan, como han de hacerlo probablemente el 40 por cierto de los padres y las madres judíos. Lo que es notable es que una cosa tan local, tan broockliniana, resulte divertida e inteligible aquí en México. Mucho más inteligible aquí en México. Mucho más inteligible que los personajes mexicanos de Wilberto Cantón o de Basurto.

Yo creía que sólo había un actor mexicano que se apellidara Luján, y resultó que Fernando Luján es otro. Del que yo me acordaba es como para cambiarse de nombre. Pues bien, Fernando Luján es buen actor.

Al principio de la pieza, Guillermo Murray me pareció detestable, pero ya después se apaciguó y se compuso. En cambio, Alma Delia Fuentes no tiene salvación posible. Rosa María Vázquez tiene todo en su lugar, que es lo único que necesita.

Eduardo Alcaraz, que yo nunca había visto, fue una sorpresa muy agradable; es un señor que sabe hacer un personaje; lo mismo que Bertha Moss, que me gustó mucho. La traducción parece buena y Landeta es un excelente director para esta clase de cosas. Pero la gran virtud del espectáculo es la falta de pretensión con que se hizo todo. Es teatro comercial, mecánico, pero bueno. Sobre todo, ya estaba aburrido de “ese Dios, que llena todos los rincones de tu alma y de tu cuerpo” y demás cosas.

*Texto publicado en el suplemento La Cultura en México #44, el 19 de diciembre de 1962, de la revista Siempre!