Madrid, España. El historiador Miguel Artola (San Sebastián, 1923), estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Desde 1955 fue colaborador del Instituto Fernández de Oviedo del Centro Superior de Investigaciones Científicas. En 1960 se convirtió en catedrático de Historia General de España de la Universidad de Salamanca. En mayo de 1982 leyó su discurso de ingreso a la Real Academia de la Historia como individuo de número, titulado Declaraciones y derechos del hombre. Entre 1986 y 1994 desempeñó el cargo de presidente del Instituto de España. Ha sido investido doctor honoris causa por las universidades del País Vasco (1989) y Salamanca (1993). En 1991 obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales y, al año siguiente, fue distinguido con el Premio Nacional de Historia de España. Miguel Artola es autor de numerosos estudios de historia política, entre los que destacan Los afrancesados (1953 y 1976), Los orígenes de la España contemporánea (1959), Textos fundamentales para la Historia (1968), La España de Fernando VII (vol. XXVI de la Historia de España de Menéndez Pidal, 1968), La burguesía revolucionaria 1808-1874 (1973) y Partidos y programas políticos (1974). Uno de sus libros claves es La monarquía de España, en el que analiza el surgimiento y la evolución de los reinos y monarquías españolas, desde la Edad Media hasta la revolución liberal. Un verdadero fresco de la historia del viejo continente, que desfila, glorioso, miserable, rico y misérrimo, a través de 500 páginas. “No es —dice Artola sobre el volumen— un libro gratuito destinado a llamar la atención del lector, sino la descripción de lo que fue la constitución política del Estado que aparece con la incorporación, en 1479, de los reinos de Isabel y Fernando en una unidad política”. Además de una forma de gobierno, puntualiza, “la monarquía es un tipo de Estado cuya constitución, no escrita, requiere una explicación más extensa que la Constitución impresa, no tanto para describir su contenido como para dotar a las opiniones del necesario testimonio documental”.

—¿Qué tan importante resulta reconstruir un pasado histórico tan largo?

—He pasado muchos años de mi vida estudiando el siglo XIX y llegué a la conclusión de que no entendía muchos de los problemas por no comprender los de los siglos anteriores. Para los españoles la historia comienza realmente con la Edad Media. Hay mucha historia atrás, pero nadie se considera romano, otros se consideran descendientes de los godos, y la verdad es que todo el mundo se siente identficado con los reinos medievales.

—¿Hay algún comienzó concreto?

—Todo tiene su comienzo con los reyes. Es cuando la corona experimenta un cambio revolucionario, al pasar de los reyes godos electivos, con elecciones más o menos manipuladas, a un sistema de sucesión dinástica. No sabemos realmente qué acontecimientos determinaron la sustitución de un sistema por otro. Para mí es una cosa inexplicable que se cambie todo de la noche a la mañana.

¿Se pude hacer un árbol genealógico de los reyes y de la historia medieval al mismo tiempo?

—Desde Pelayo para abajo es posible hacerlo. No se puede hacer de los califas, pero sí con los reyes medievales y, desde luego, con sus futuras familias y clanes. Los reinos tenían intenciones de conquistar y repartir los territorios. Pero el fenómeno sorprendente es la sucesión dinástica, con normas diversas, una de ellas fundamental: que frente al derecho de sangre, de la dinastía, existe el derecho del sexo, puesto que las mujeres no ejercen como reinas.

¿Cómo explica ese conflicto de sangre y sexo?

—Las mujeres podían heredar el reino, pero lo tienen que comunicar al varón, a su marido. Para que se dé una transformación hay que llegar a un Reino de Castilla que organiza un conflicto tremendo para que la reina gobierne, y a los reyes católicos. Isabel sella un contrato con Fernando acerca de las competencias respectivas que inmediatamente sustituye por una concesión general.

¿Cuál fue el resultado de este cambio?

—Sus efectos se vieron limitados por la falta de una ley de sucesión y la posibilidad de repartir los estados entre los descendientes. La monarquía era un poder personal y universal. No había más que un rey, al que la unidad del poder reservaba la última decisión en todas las materias públicas, mismas que pueden separarse en dos grandes campos: los negocios de Estado, la guerra y la paz, y la gobernación del rey en la que sabe distinguir diferentes funciones y distintos actores, sin llegar a la especialización que caracteriza la división de poderes.

¿Ha sido la monarquía la creadora del ideal de nación?

—No. El antiguo régimen es el antiguo régimen y el liberalismo es el liberalismo. La corona no comprende que España sea tal o que Castilla sea tal. No está en su concepción política. La vinculación nacionalismo-Estado es una cuestión del siglo XIX, como la del nacionalismo-pueblo. Antes no se lo planteaba nadie. La idea de la construcción de la nación aparece con la Revolución Francesa. El nacionalismo es la aparición de nuevas ideas, y de nuevas concepciones de los sistemas políticos mundiales.

Pero, ¿creé que exista la concepción de una monarquía hispánica?

—Eso nunca lo había oído. Es un artificio cortés de los historiadores que no tienen nada que investigar y utilizan conceptos superfluos. Mis investigaciones no son estudios de las palabras, sino estudios sobre los hechos y los textos legales, se apliquen o no. Yo soy el que pone el nombre y jamás he hablado de monarquía hispánica. Es un disparate absurdo e ilógico.

¿Cómo suge la idea de la monarquía como tal?

—El surgimiento de las monarquías presenta los mismos caracteres. La centralización del poder hasta llegar a la monarquía absoluta sólo acabó con la revolución de 1688 en Inglaterra, que estableció la soberanía del Parlamento y consolidó la preeminencia social de la nobleza. La integración de los reinos de cada corona fue un proyecto común, cuyo triunfo se produjo en otras circunstancias y a partir de otros principios políticos. La aparición del Estado-Nación se dio cuando la revolución liberal lo definió como la unión de todos los ciudadanos dentro de las fronteras históricas del reino.

Usted afirma que la monarquía española se vio facilitada por la conservación de su derecho y fiscalidad, ¿qué dificultades hubo para que esto se mantenga a lo largo de distintas épocas e incluso en la actualidad?

—En la actualidad entraríamos en discusiones muy complejas. Pero con respecto a la monarquía, se conservó por el mantenimiento en la corte de un representante del rey, el lugarteniente o virrey, con el poder del primero, responsable ante el rey y exento de cualquier otro control. En la corte virreinal se crearon consejos semejantes a los que había en la del rey, cuyas opiniones servían de guía al virrey, que podía decidir en contra del Consejo y suspender las sentencias, con diferencias menores enre unos reinos y otros. En la actualidad se les llamaría “Consejeros del presidente” y sus diversos alcaldes o representantes de su mismo partido político en el Parlamento. Es lo mismo, pero en un tiempo histórico distinto.

—¿Qué está trabajando actualmente?

—En un libro cuyo título será El constitucionalismo en la historia, que se trata de un volumen pequeño, que surge de un problema: la Constitución no se puede contemplar como una imagen doctrinal, sino que toda constitución arranca de problemas muy concretos. Este proyecto es un regalo de la vejez, que me permite trabajar lo que me interesa y apasiona.

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