En La decadencia de Occidente, Oswald Spengler sostiene que nos hallamos en una época de ilimitada confianza en la omnipotencia de la razón. En la actualidad esta confianza se ha incrementado de modo torcido. Hoy lo razonable es lo cuantificable: estadísticas, encuestas, registros. El tiempo mecánico y el dinero también se cuantifican. Las democracias actuales, sin importar la cultura o educación de los votantes, son cantidad por la cantidad misma. Cero calidad. Las dimensiones éticas siguen bajo sospecha. Continúa Spengler: “Los grandes conceptos universales: libertad, derecho, humanidad, progreso, son sagrados. Las grandes teorías son evangelios. Su fuerza de persuasión no descansa en razones, pues la masa de un partido no tiene ni la energía crítica ni la distancia suficiente para examinarlas en serio, sino en la consagración sacramental de sus grandes lemas”. Antes de Spengler, ya Dostoievsky afirmaba que el amor a la “humanidad”, combinado con el odio al hombre concreto, era una política detestable que no podía producir buen resultado.

Y aquí estamos, rodeados de palabras rimbombantes: “libertad”, “justicia”, “democracia”, “humanidad”, “derecho”, “derechos humanos” y otros términos tan abstractos como invisibles. En Apologías y rechazos, Ernesto Sabato opina que cuanto más se exalta al Hombre abstracto, menos se piensa en el ser de carne y hueso: “Debemos temblar cada vez que alguien se apasiona por el hombre con H mayúscula, por esa abstracción que se llama Humanidad (…): es capaz de guillotinar o torturar multitudes enteras. Basta pensar en Robespierre o en Stalin. En el fondo (…) no aman a nadie, y son mortales enemigos del hombre concreto (el único que existe) en la medida, precisamente, en que aman una abstracción”.

Pero la razón no es culpable de todo (el ser humano siempre ha sido capaz de razonar), sino, como dice Sabato en Hombres y engranajes, el “culto irracional de la Razón”. Tampoco el progreso es culpable, sino la tecnolatría o, como diría Huxley, la “idolatría tecnológica”. Sabato está contra el uso que se ha hecho de la técnica y no contra los avances tecnológicos. En El escritor y sus fantasmas sostiene: “Se me pregunta (…) si lo que quiero es volver a la humanidad premecanista; demagógicamente, (…) si lo que deseo es prescindir de la heladera eléctrica. No, lo que yo quiero es algo mucho más modesto: es bajarla del pedestal en que ella está entronizada como un grotesco diosecillo laico, para ponerla al nivel del suelo, en la cocina. Donde le corresponde”.

El hombre debe regir a la ciencia, no al revés. Ella debe estar puesta al servicio de la ética, del planeta, de la fauna y la flora, del ser humano concreto, y no de los números ni de las cantidades ni del “crecimiento económico” (otra abstracción que a menudo, paradójicamente, se traduce en la miseria de la mayoría). La tecnolatría y el personalismo han ocasionado que la gente y la naturaleza ocupen lugares cada vez más reducidos. A los aspectos positivos del progreso se les ha rendido tal culto fetichista que se volvieron “diosecillos laicos”. El ser humano no sólo está sometido por los aspectos benéficos de la técnica, sino cada vez más por sus aspectos dañinos. Se debe revertir esta tendencia si la especie humana desea durar más en esta galaxia.