Por María Luisa Mendoza*

 

Rafael Coronel es un pintor mexicano de esos que saben medir el horizonte con las pestañas entrejuntadas como los buenos campesinos; de esos que conocen las luces tenues y tibias de los cuartos hacendarios en cuyas paredes se pudren ignominiosamente viejos retratos de viejos parientes allí detenidos por un pincel actuario, estadístico, y que bajo el polvo realizan pobres intentos de parecerse a alguien de la familia que sobrevive.

Rafael Coronel viene de Zacatecas. De otras juventudes y otras generaciones que pelearon entre los nopales por la Revolución. Viene de la buena cepa de los de a caballo, de los de rancho. Del abuelo santero que sacaba de los troncos las más dulces caritas de vírgenes y santitos. Rafael Coronel, el pintor que es hermano de Pedro Coronel, el pintor. Dos gentes de igual sangre zacatecana y nacional, dos excelentísimos artistas que hablan un mismo “idioma no catequizado” y que, no obstante, dicen cosas iguales en maneras tan distintas. Pedro en la angustiosidad –si así pudiera desolarse la palabra, o desarrollarse-, Rafael en el testimonio de la metamorfosis.

Rafael Coronel pintando al niño genio en el pizarrón, con sus ecuaciones, su limpieza, y detrás de él, en el rostro prodigio, la muestra horrible de una entraña anormal y maldecida. A Charles Chaplin lo salva su alma, su virtud, de la corrupción. Coronel lo ilumina cuatro veces con reflejos de diablas y candilejas, de estufillas de petróleo, de acólitos, televidentes, familias enteras que sufren la gangrena de los humos y suspiros. En cambio hay otros coroneles, generales, tías, niños, rojos y los violetas, de los negros y blancos asesinos. El pintor, ya se dijo: “legisla el odio”, como el poeta, como todos los poetas que no hablan por hablar ni escriben ni pintan por lo mismo.

En la Galería de Arte Mexicano en donde Inés Amor celebra treinta años de servir a la pintura de México, exhibiéndola, un niño –centrado en el mero punto del diámetro que lucen los cuarenta y cinco óleos de Coronel- juega al aro, y por un lado se asoma el caballito de madera de buen niño antiguo, caballo de orejas paradas, resuelto a la manera figurativa, ese modo en el que todo se alía con lo abstracto, lo intangible sin perder por ello el respeto de quienes sólo creen, como Tomás o Pedro –no Coronel- en lo que sus ojos miran y sus yemas tocan.

Magentas, morados, ocres, montones de ocres calientes, el café en el tono de la avellana hasta el químico de los envases en polvo. La descomposición de los rojos, lo impuro, lo vicioso. El colorido de la violencia sobre los grises secos, los verdes olvidados. Rafael Coronel, ya para acabar y después de meter en agresivos verdes a toda una tía de cuento de hadas, en la esquina final, colgó al primo, al padrino, al tutor, al albacea, al notario, al farmacéutico, al cómico, y a Torquemada en plena Colonia y de gorguera.

Como si de este modo, en el rosario, Rafael orara por sus muertos, por todos los difuntos de los mexicanos que saben medir el horizonte entrejuntando nomás las pestañas.

*Texto publicado en el suplemento La Cultura en México, el 31 de marzo de 1965, número 163.