Daniel Téllez

Entre el silencio inestable que antecede a la escritura y el que reside en los códigos de la página escrita, deviene la memoria hacia el decir y el desdecir; el escritor lo sabe. Y toda escritura es umbral de la memoria antes de ser página escrita. Cuándo se entra en esa frontera donde es posible traspasar o detenerse, ocultarse o mostrarse. Cuándo se sospecha que algo está sucediendo en la escritura más allá de uno mismo y ese uno se descubre desnudo en la escritura, fragmentado, desraizado, en un árbol no adentro del pensamiento sino en el de las figuraciones del afuera de las palabras.

En Cotard: el secuestrador (fragmentos de una novela) de Jorge Luis Herrera (Ciudad de México, 1978), publicada por Libros del Marqués, ese uno son múltiples seres que andan en lo intangible, deambulan en lo irrecuperable y son aptos para habitar en el vacío, la nada, la desolación. Para ser transformados en palabras cargadas de pesadumbre, estos seres extraños y escasos vierten recuerdos plagados de esa materia extraña —soterrada y profunda, anota Ricardo Garibay— llamada melancolía. “Un puro dolor y punto” a lo largo de las cinco estaciones del libro: “Incertidumbre”, “Para el olvido (remembranzas de ayer y de antier)”, “Digresiones”, “Fábulas de la infancia”, “Precipicio” y el Epílogo titulado “El cínico”. En esa última estancia, la voz narrativa, diseminada entre soliloquios y delirantes fragmentaciones lastimosas a lo largo de la novela, advierte: “El Cínico estaba tan acostumbrado a mentir que mentía cuando incluso suponía que estaba diciendo la verdad (por ello siempre quiso ser escritor)”.

La voz doliente de Cotard: el secuestrador tiene sismas que son paréntesis en las sombras y la bruma narrativa. En esas fragmentaciones que conforman el hilo dramático, el espacio justo —dirían los teóricos de la brevedad narrativa— para dibujar en esta ¿noveleta? un universo semejante al de la novela, ¿quién mide la velocidad de la caída en el abismo? ¿Quién el aliento del cadáver prolongando su existencia en un cuarto de espejos sin salida? ¿Quién humilla a un cuerpo —múltiples cuerpos— violentos contra sí, engañados, confusos? ¿Quién es el miserable, recostado al lado de la estatua, convencido suicida, que en un acto de consagración susurra “La muerte es la soledad”?

Mirada de frente y de perfil, la fragmentación discursiva de Cotard: el secuestrador se da a destiempo y contratiempo de un hondo letargo anclado en la escritura, que termina por dar vida en un aleccionador título “El espejo esmeralda”, donde el individuo examina sus penumbras y perturbaciones ante la escritura.

En los retazos del cuerpo del delirio, del síndrome de Cotard o de las depresiones más graves, lejos del recuerdo que se reconstruye y deconstruye en torno a su corpus trágico, la memoria de las otras voces logra una remembranza de la estampa completa, un Éter luminoso pero engañoso: “La luz ocupa todo el espacio que se encuentra detrás de un objeto diáfano que tiene una fuente de oscuridad frente a él —concluyó el anciano murciélago”. Así, el yo narrativo es arrancado del agua de la memoria (“La mente es una espiral finita”) y arrojada a la tierra (“Después del hallazgo viene el alivio”). Y como en el relato de la creación, la madre Culpa, fecunda una estirpe que se extiende y expande hacia atrás o hacia adelante en el tiempo para construir un cuerpo indisoluble: “A pesar de que los restos de Culpa estaban exangües, la mayoría se convenció de su extinción hasta que encendieron el fuego y, poco a poco, se convirtieron en cenizas”.

Estaciones de un discurso donde todos estamos fuera del tiempo, haciendo eco de un fragmento de Inés Arredondo, citado por Jorge Luis Herrera: “suspendidos en una actitud o acción que seguiría eternamente”, la voz narrativa de Cotard: el secuestrador (fragmentos de una novela) es la de un suicida que concluye cobijada por la soledad que “es todo y a la vez nada, eternorelámpago en un cruce de caminos y nervaduras fragmentadas” donde la caída es vuelo y el estallido —como recurso por antonomasia del suicida— el ars combinatoria (en la última parte del libro) entre el epigrama y la sentencia: “Todo se reduce a una simple reorganización de partículas elementales en un instante que lo es todo y que se traduce en nada”.