Édgar Aguilar

Lo que queda de la ciudad son más bien destellos aislados de lo que fue Xalapa en mejores tiempos. Con una voracidad sorprendente, la otrora benigna capital del estado de Veracruz se convirtió en una especie de monstruo de mil cabezas. Con todo, sabíamos que en una calle, extrañamente tranquila y poco transitada, muy cerca de lo que las honorabilísimas autoridades del municipio insistían en llamar “Centro Histórico”, se erguía, sobre una pequeña elevación de piedra que va descendiendo y trazando una pronunciada curva hasta culminar en un hermoso parque que todos conocemos como Los Berros, una casa igualmente hermosa color mostaza de dos plantas, de amplias puertas de madera y de herméticas ventanas, en la que residía un hombre alto, pulcro y elegantemente vestido.

Este ciudadano distinguido, de nombre Sergio Pitol (1933-2018), solía caminar, cuando la salud, o más bien la enfermedad, aún se lo permitía, por esas calles que a medida que se recorren se van volviendo un infierno. Pero este hombre de maneras corteses, de apariencia un tanto vienés, parecía no reparar en ello. Daba la impresión de que caminaba un tanto desorientado, sin detenerse en nada ni en nadie en particular, evadiendo con cierta timidez a los transeúntes que a veces se topaban de frente con él por las estrechísimas banquetas. Al llegar a uno de los semáforos de la arteria principal del centro, donde los autobuses rozan prácticamente los hombros y el humo de sus viejos y potentes escapes se pega a la piel, sofoca la garganta y nubla por momentos la vista, tomaba una esquina, se replegaba a la pared y entonces apuraba sus pasos, como una suerte de poseído invadido por ciertos demonios interiores —mas con una leve aunque poco disimulada sonrisa en su rostro afable—, hacia una cita quizás impostergable.

Siempre me pregunté a qué lugar se dirigía con tanta premura. Tampoco hice nunca nada por tratar de seguirlo. Seguir, pensaba, a un hombre como Sergio Pitol sería misión imposible. Sencillamente lo perdería en algún momento de su laberíntico recorrido: en algún cruce, en una torcida callejuela, quizás en alguna casona antigua o abandonada del “Centro Histórico”. O simplemente se esfumaría, sin más. Pienso, ahora que ha dejado este mundo, que seres tan auténticos y geniales como Pitol y que daban a la ciudad un carácter único, un cierto aire de cosmopolitismo, de ingravidez, tan reconfortante en muchos sentidos y casi sobrenatural —y de ningún modo creo exagerar—, son parte de un territorio desconocido para muchos de nosotros… y que termina justo donde empieza su escritura. Tal vez aquí es a donde se dirigía, en donde permanezca ahora, en donde siempre estuvo.