La obra de Octavio Paz es un todo orgánico, intercomunicado, que en el fondo no permite división: puede recorrerse en cualquier sentido y siempre se apreciarán temas, recursos, estrategias o preocupaciones que van y vienen como los oleajes de un mismo mar en estaciones distintas: continuidad y ruptura forman una unidad indisoluble y a menudo se identifican, como si una fuera el reflejo inverso de la otra, o mejor: un complemento que la revela. En El arco y la lira, el autor diferencia la poesía de la prosa y caracteriza a la primera por el ritmo. ¿No es acaso un rasgo de los ensayos de Paz la sugestión verbal del ritmo y la sugestión visual de las imágenes, sean éstas pictóricas o conceptuales? Como Jorge Luis Borges o Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz fue ante todo y sobre todo un poeta, incluso cuando escribía prosa. Algunos de sus ensayos podrán contener errores o generalizaciones, pero todos son poesía porque el autor jamás abandonó el fértil, frondoso, infinito territorio de ese objeto verbal llamado poema. Aun cuando teoriza sobre el fenómeno poético, lo hace desde la poesía, como lo hicieron creadores tan dispares como Horacio o Huidobro. El arco y la lira, Los hijos del limo, La otra voz, junto con otros textos recopilados en La casa de la presencia, contienen su pensamiento poético. Se trata de un poeta que reflexiona sobre la poesía desde la poesía, y cuyas ideas plasma a partir de la contemplación. Theoría significa “ver a dios, a los dioses”: contemplación. En la obra de Paz hay un permanente diálogo entre sus ensayos y sus poemas, pero no sólo estas dos realidades se conectan. Hay puentes de tiempo que enlazan a los propios poemas como unidades independientes.
En el prólogo a Poesía en movimiento, afirma el poeta que “la búsqueda de un futuro termina siempre con la reconquista de un pasado”, pero se trata de un pasado reinventado. La relectura de la poesía de Paz nos muestra que el poeta se reinventa en cada libro. Su obra rompe incesante consigo misma para luego reconciliarse —a través de esos puentes de tiempo— con la tradición que ella misma forjó a partir de otras, y así sucesivamente, en un proceso circular que nos lleva de Luna silvestre a la primera versión de ese magnífico poema titulado “Entre la piedra y la flor”, que a su vez rompe consigo mismo en una segunda versión; y luego, rompe con el verso libre en Piedra de sol, su primera obra maestra, y reconquista la libertad mallarmeana en esa otra obra maestra titulada Blanco, donde concilia la visibilidad de la tipografía sobre el papel con la sonoridad inherente a la poesía, y después va aún más allá en los experimentos titulados Topoemas, y se reconcilia con el pasado en “Nocturno de San Ildefonso”, en el magistral Pasado en claro o en las piezas de Árbol adentro.
El poeta lucha consigo en permanentes encuentros, reencuentros y desencuentros donde distintas figuraciones —la naturaleza, la mujer, el tiempo, la ciudad, la sociedad, el erotismo, la historia, la subjetividad que se pregunta por su existencia, los mundos prehispánico, europeo o asiático— encuentran su imagen en frases pulidas mediante paradojas, antítesis, sinestesias, paronomasias, analogías, metáforas, símiles, paralelismos, enumeraciones o yuxtaposiciones que generan intensos ritmos, reflejan imágenes precisas y revelan el sentido de aquello que se despliega en el tiempo y el espacio.
Cada libro de Octavio Paz es una estación un único itinerario vital, un ciclo en el desarrollo de la poesía. En el fondo, un solo inmenso poema: “¿No estamos condenados a escribir siempre el mismo poema?”, se pregunta. Y sin embargo, para él los poemas son también objetos verbales inacabados e inacabables, lo que me recuerda a Valéry, para quien no hay poema concluido, sino sólo abandonado. Por ello Paz siempre corrigió sus poemas, sin importarle que ya estuvieran publicados incluso varias veces, y afirma que “Cada poema es el borrador de otro que nunca escribiremos”. Sólo su deceso puso fin al trabajo del poeta. La “nube preñada de palabras” se suspendió hasta su muerte, pero esta muerte es también resurrección. Allí están las obras que siguen nutriendo, generosas, la poesía mexicana y universal.

