La corrupción es una gravísima e inadmisible patología moral, jurídica, social y política. Según la información difundida por el Foro Nacional Anticorrupción, mantener incólume ese oprobioso mecanismo le cuesta al país anualmente el equivalente a 10 por ciento del producto interno bruto, es decir, aproximadamente un billón 920 mil millones de pesos. Ello explica el porqué este tema está muy presente en el imaginario colectivo y en el perfilamiento de las preferencias electorales.

Sin embargo, la agenda de los grandes problemas nacionales no puede circunscribirse a ese sólo tópico. Existen otros que si bien es verdad que no pueden ser objeto de un parámetro cuantitativo tan estremecedor, su dimensión cualitativa es igual o superior al de la corrupción. Uno de ellos es la impunidad que ha imperado a lo largo del tiempo en torno a los horrendos crímenes internacionales que en décadas pasadas fueron fraguados y ejecutados desde las entrañas mismas del aparato gubernamental.

El primer eslabón de esa larga cadena criminal es el genocidio perpetrado en contra de los integrantes del heroico movimiento estudiantil de 1968. Al cual siguieron el Halconazo del 10 de junio de 1971, la guerra sucia y las masacres de Acteal, Aguas Blancas, El Charco, el Bosque. La ausencia de castigo a los responsables hizo posible el afloramiento de otras atrocidades: Atenco, Tlatlaya, Apatzingán, Tanhuato, Calera, Nochixtlán y la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

También resalta por su importancia el hecho de que las torturas, las desapariciones, las ejecuciones sumarias, los ultrajes a los pueblos indígenas y otras violaciones graves a los derechos humanos son una práctica generalizada. Así lo han señalado en forma reiterada diversas instancias de la ONU, encabezadas por el Alto Comisionado en materia de Derechos Humanos, y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Es innegable que vivimos una verdadera crisis humanitaria que no tiene paralelo en la historia reciente.

Finalmente, no puede pasarse por alto que esa crisis humanitaria ya subió de nivel y se ha convertido en un conflicto armado interno. El Reporte de Conflictos Armados 2017 de la Academia de Derecho Internacional Humanitario y Derechos Humanos de la Universidad de Ginebra no deja lugar a duda en cuanto a la pertinencia de esta calificación jurídica: “Las bajas civiles relacionadas con la violencia de las bandas y las respuestas del Estado exceden las de los principales conflictos armados actuales. Las bandas armadas a menudo usan armamento pesado, algunas controlan un territorio considerable y tienen la capacidad de realizar operaciones militares”. Estamos inmersos en una guerra irregular, una guerra de baja intensidad que será objeto de un vertiginoso escalamiento si los ministros de la Corte validan la infame Ley de Seguridad Interior.

Los candidatos presidenciales tienen que decirnos cómo van a hacer frente a estas tres hecatombes políticas que están gravitando sobre el debilitado cuerpo de la nación.