Por Gabriel Rodríguez Liceaga

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]V[/su_dropcap]iví once años en un departamento a una cuadra de Paseo de la Reforma. Se trataba de una vecindad humilde sobre Río Lerma encima de unos tacos deliciosos que compartían nombre con al menos quince taquerías de la ciudad. Secretamente anhelaba que pusieran ahí una placa conmemorativa una vez que estuviera yo muerto. “Estas gringas las comió el escritor…” y luego mi nombre. No sucederá. El edificio fue o será demolido. No he pasado por ahí recientemente, pero lo que harán o hicieron será construir un edificio de departamentos nuevecito y para mejores mexicanos. Gente que puede costearse una renta de diez mil pesos aprox. Yo no puedo. Me moví con todo y mis nueve libreros a la Escandón. A un edificio enfrente de La Salle sobre Benjamín Franklin. Pagaré casi cinco mil pesos al mes. Cifra pagable sin necesidad de sacrificar el quinto tequila o la edición de pasta dura.

Mis vecinas más próximas son una trinca de dulces ancianas que salen diario a dar el rol juntas después del medio día. Las veo caminar bajo el amparo de las sombras de los árboles y los techitos. Avanzan con una lentitud dulce que ya quisiera mi prosa para un domingo. La otra noche iba yo regresando de la oficina y me abordaron para invitarme a rezar con ellas a las nueve de la noche. No me integré al plan diario, pero es verdad que si a esa hora enciendo la tele me aseguro de que sea con el mute activado. Una de ellas tiene pájaros que me despiertan en las mañanas cantando, no hay forma de que su alegría no aparezca en la novela que idealmente estoy escribiendo ahora mismo. Otra de ellas me dijo que lleva treinta años viviendo en ese domicilio, literalmente aseguró que a ella la sacarán de ahí con los pies por delante. Este último día de Reyes abrí mi puerta y, sorpresa, un menesteroso estaba en el pasillo, recostado encima de varios periódicos y cocinándose en su propia chis. Es el hijo de la tercera anciana del grupo. De vez en cuando viene a bañarse y a comer sopa. Las tres mujeres me han presumido, por separado, lo macizo del edificio. En sus anécdotas del sismo nada se cae. “Ni se sintió”, dicen, felices.  

Naturalmente esta historia va a terminar mal.

Vino un abogado salido de una película de los hermanos Coen. Obeso con tirantes y una forma de hablar recién desempolvada. Pus con la novedad de que tenemos dos semanas para abandonar nuestros domicilios. Yo le respondí de tajo: ¿no prefiere mandarnos a chingar a nuestras madres? Luego vi a las viejitas en las sillas a mi lado y decidí no ser majadero. Estaban calladas. No entendían qué se les estaba comunicando. El abogado se embrolla diciéndonos que nos conviene irnos cuanto antes, que involucrar abogados sólo complicará todo, que fuimos avisados con antelación. Falso. Hace unos meses se nos ofreció en un oficio, la posibilidad de comprar el inmueble. Nos ofrece una ayuda simbólica para pagar el servicio de mudanza. Nos ofrece devolvernos el depósito íntegro. Yo puedo pagar mi propia mudanza, gracias; le respondo imprimiendo un estado de cuenta mental en el cajero automático de mi cerebro. Las viejitas citan a dios. Por el amor de dios, no nos hagan esto. Dios no va a ayudarlas ni mucho menos. No me las imagino recolectando teléfonos de departamentos vacíos en la colonia. No me las imagino buscando domicilios en las páginas de internet que existen con ese fin. No creo que les alcance para pagar un departamento de diez mil pesos cerca del Paseo de la Reforma. No caben ya en esta ciudad. Tendrán que irse a sitios apartados de los que hace mucho no oían hablar. ¿Qué hacer? Las estamos sepultando a priori. Los edificios se les cayeron encima y no fue por sismo alguno. Precisamente por eso es que nos están corriendo. Este hogar está en una zona tan segura de la ciudad que van a tirarlo. Van a tirarlo para construir un edificio de departamentos nuevecito y para mejores mexicanos. Gente que puede costearse una renta de doce mil pesos aprox. Trece mil pesos. Yo sigo sin poder. Sigo sin poder pagarme una casa con la garantía de que no moriré en ella. Seguramente encontraré algo de entre ocho y nueve mil pesos. Algún departamento en la del Valle o la San Rafael del que me correrán en un año otra vez. Es la segunda vez que la ciudad me escupe. ¿De dónde salen estos ciudadanos ejemplares? ¿Qué decisiones tomaron? No los veo frente al cuarto tequila, no los veo en el metro pugnando por abandonarlo. ¿Tienen abuelas? Me repugna pensar que no hay ley que proteja a mis ancianas, cuyos rezos son la argamasa con que está construida esta ciudad pedorra en perpetua obra negra.

También hay una taquería que se extraviará para siempre apenas tiren este edificio donde ni tiempo de ser desdichado me dio.