Jacquelin Ramos y Javier Vieyra

Al filo del Centro Histórico, sobreviviendo al ruido y al paso del tiempo, se yerguen imponentes los muros del Colegio de las Vizcaínas. El enorme inmueble, de fachadas barrocas en tezontle y rematadas en pináculos, ocupa una manzana completa; es de los pocos recintos en la Ciudad de México que pueden verse protegidos por cuatro caudales de asfalto. Aunque actualmente la zona donde se ubica se encuentra envuelta en una serie de problemáticas de seguridad y urbanismo, el Colegio de las Vizcaínas no solo resguarda la prestigiosa educación de cientos de alumnos desde maternal hasta medio superior, siendo un testigo excepcional de la historia de la enseñanza en el país, sino que también protege en sus entrañas un fastuoso museo.

Al iniciar el recorrido, da la bienvenida una majestuosa capilla del siglo XVIII compuesta por cinco monumentales retablos hechos por José Joaquín de Zayagos y cubiertos en oro de 24 quilates, que sirven de soporte a bellas pinturas y esculturas novohispanas, sin mencionar el magnífico crucifijo de marfil que resalta en el altar principal. Una vez en el museo, su directora, Berenice Pardo, explica que el Colegio San Ignacio de Loyola Vizcaínas fue fundado en el año de 1732 por medio de una obra pía hecha por un grupo corporativo de vascos llegados a la Nueva España. De este grupo, los tres precursores de mayor trascendencia fueron Ambrosio de Meave, Manuel de Aldaco y Francisco de Echeveste.

“Antes de crear el Colegio, estos tres acaudalados caballeros habían fundado la Cofradía de Nuestra Señora de Aránzazu, una advocación mariana a la que tenían mucha devoción los vascos, que eran, sobre todo, intelectuales y comerciantes. De ella nació nuestra institución, que se concibió como un lugar donde las mujeres desamparadas de origen vasco pudiesen recibir amparo y educación; sin embargo, este sesgo perduró muy poco debido a la rapidez con que se mezclaba la sociedad novohispana”. 

Pardo explica que si bien el Colegio se fundó en 1732, es en 1767 cuando pudo abrir sus puertas debido a una fuerte confrontación con el arzobispo de México, Manuel José Rubio y Salinas, quien lo visualizaba como una afrenta a la vida pública del momento, pues, nada menos, se trataba del primer colegio laico para mujeres en el continente americano. Desafiando las ordenes del rey Carlos III y el papa Clemente XIII, Rubio y Salinas se negó a permitir la existencia de un organismo que era independiente de la administración tanto gubernamental como eclesiástica, además de ser fuertemente influido por el esquema educativo jesuita, de donde toma el nombre de San Ignacio de Loyola.

“A pesar de que el Colegio empieza sus actividades apenas cuatro meses después de la expulsión de los jesuitas de todos los reinos ibéricos, conserva su nombre hasta la reforma de Benito Juárez, que no puede despojarlo de sus bienes por ser fundado como laico, pero sí lo hace llamarse Colegio de la Paz hasta 1997, cuando los reyes de España, Juan Carlos y Sofía, hacen una visita de Estado y le devuelven su nombre original”.

 

Educación integral, distante del gobierno y la iglesia 

En el rubro pedagógico, el Colegio de las Vizcaínas se distinguió siempre por ser una de las primeras escuelas que aportó una educación integral a las mujeres novohispanas más allá de los dogmas religiosos , lo que no quiere decir, indica la especialista, que estuviera desapegado a los valores morales católicos, pero sí permitía un modelo de aprendizaje autónomo e independiente que encaminaba a las mujeres a ser autosuficientes. Desde la cosecha y preparación de sus propios alimentos, hasta bordado, tejido, música y lectura. En algunas actividades, la labor de las alumnas era tan destacada que es posible que, en el ámbito textil, el Colegio de las Vizcaínas haya cubierto toda la demanda de pasamanería de la Ciudad de México. Igualmente en el ámbito musical, pues está documentada su extensa instrucción en numerosos instrumentos e incluso la exención de la dote a algunas alumnas a cambio de que ingresaran al coro.

“La enseñanza de las mujeres tenía como fin evitar que ejercieran la prostitución y se vieran desprotegidas frente a situaciones difíciles, como quedar viudas o divorciarse. Las labores que aprendían les daban herramientas para ello. El sistema, además, era muy práctico: las mujeres mayores instruían a las mujeres jóvenes. Al paso del tiempo, los modelos educativos se fueron adaptando a las necesidades y tendencias de la época, por ejemplo, hacía el siglo XIX, la educación se volvió positivista por completo”.

Un lugar de gracia

La historiadora de arte aclara que, en sus inicios, para ser alumna del Colegio se debía ser de una buena familia de origen vasco y encontrarse, esencialmente, en situación de desamparo, siendo viudas o huérfanas de padre, ya que la figura masculina era la proveedora de sustento económico. Por el ingreso se cobraba por concepto de dote la cantidad de diez pesos, pero, en caso de no poder solventarlo, se podía pedir un lugar de gracia.

“Francisco de Echeveste lega toda su fortuna para esos lugares de gracia y para la manutención del edificio. En este lugar podían pasar toda su vida, pero llegado el momento podían casarse o entrar a un convento, de no ser así, las mujeres tenían aquí una tercera opción para sus años. Vale decir que, al igual que los modelos educativos, las costumbres se transforman con el tiempo, por lo que a finales de 1969 el Colegio se hizo mixto; solo por mencionar un cambio en su historia”.

Con la Reforma, recibe documentos y niñas 

Un emblemático recinto como este en que “La Corregidora”, Josefa Ortiz de Domínguez, escuchaba atenta sus lecciones no podría estar exento de contener prodigios artísticos en su interior, pero Berenice Pardo relata que que la formación del museo que hoy resguarda orgullosamente un formidable acervo de arte se dio de manera casi circunstancial.

“El museo tiene su antecedente indirecto en la amortización de los bienes de la Iglesia, en los años de la Reforma. Al ser Vizcaínas un colegio laico no se le sustraen posesiones y, por el contrario, comienza a recibir no solamente obras de arte, sino también documentos y alumnas, por ejemplo, de San Miguel de Belén y el Colegio de Nuestra Señora de la Caridad, por lo que esta institución fue una suerte de refugio para todas las personas y objetos que ya no tenían un hogar”. 

Paralelamente, diversos estudios iconográficos e históricos sugieren la probabilidad de que diferentes bienes hayan arribado al Colegio gracias a la expulsión de los jesuitas, de la misma manera que después de las múltiples demoliciones de inmuebles religiosos como la iglesia de Nuestra Señora de Aránzazu, que formaba parte del monumental conjunto del Convento de San Francisco, del cual solo queda su templo principal en el primer tramo de la calle de Madero en el Centro Histórico. Adicionalmente, Pardo explica que la sede no solo ha servido como santuario de la memoria de la Ciudad de México sino también del propio Colegio, pues se mantienen sus constituciones originales, aún vigentes, y un extraordinario archivo documental que guarda desde registros hasta partituras.

El Museo, un cofre de tesoros

Manteniendo en resguardo estos tesoros, la idea de exponerlos llega a mediados del siglo XX para ser a principio de 1990 que el llamado Patio de los Capellanes es adaptado para albergar un museo bajo la curaduría y administración de Elena Sánchez Cortina. Así, queda conformado por cuatro grandes colecciones: Pinacoteca Virreinal, Textiles, Vida Cotidiana y Colección Científica.

“En el caso de la Pinacoteca Virreinal, tenemos un espléndido y muy cuantioso acervo de esculturas, sin dejar de lado que en el ámbito de la pintura contamos con autores de la talla de José de Ibarra, Juan Correa, Cristóbal de Villalpando y José de Morleta Ruíz. De hecho, hacemos constantes préstamos de piezas a exposiciones internacionales como Pintado en México, que se exhibe actualmente en el MET de Nueva York. Nuestra colección de textiles es de las más importantes en el continente, compuesta por más de tres mil piezas, sobre todo de indumentaria religiosa; ahí pueden observarse dechados, tejidos, hilos, etcétera. Vida Cotidiana muestra instrumentos y espacios que han ocupado las alumnas a lo largo del tiempo y, por último, la Colección Científica nos lleva a un recorrido por la historia de la educación y el concepto e instrumental de la ciencia en México a través de los ojos de Vizcaínas”.

Con el principal objetivo de conservar las piezas antes de exhibirlas, el Museo Colegio de las Vizcaínas se mantiene a la vanguardia en cuanto a procesos de restauración, logrando establecerse como un espacio de excelencia museográfica a escala internacional. Berenice Pardo no duda en corroborar su pasión al dirigir un recinto que se autogestiona gracias un sistema de donativos sin fines de lucro que permiten que el público mexicano conozca cada vez más esta joya resguardada por las piedras inmóviles de los siglos.

“El Colegio de las Vizcaínas es más antiguo que México como país independiente, ha sufrido con él todas las vicisitudes, circunstancias, guerras y cúspides. Su museo es una expresión de esa historia vivida juntos, una especie de cofre de recuerdos, en el arte y la educación; conocerlo es la mejor forma de contribuir a su vida y legado. Vizcaínas vive para ser descubierto y al serlo, vive“.