En un país sin tradiciones democráticas, y ese es el caso de México, los procesos electorales suelen verse afectados por la ilegalidad. Partidos y candidatos despliegan sus mañas y las autoridades electorales suelen actuar con retraso —cuando el daño está hecho—, en forma errónea e insuficiente cuando no con disimulo.

La ausencia de tradiciones democráticas en nuestro caso es muy explicable. Durante todo el siglo XIX las elecciones, que eran indirectas, tenían al grueso de los ciudadanos como meros espectadores o ni siquiera eso, pues se trataba de un asunto que debían resolver las élites, las cuales frecuentemente no hallaban fórmulas satisfactorias para todos y optaban por las armas.

Se dirá que todo proceso comicial tiene un componente oligárquico, lo que es cierto, pero hoy la sociedad busca también la solución de sus problemas. De ahí que tengan un peso específico las promesas de campaña, la mayor o menor confiabilidad en los candidatos y, desde luego, los regalos, pues en las comunidades despolitizadas, que abundan, se supone que quien regala hoy como candidato seguirá regalando como gobernante o “representante popular”.

En una sociedad donde tres de cada cinco familias sobreviven con menos de ocho mil pesos mensuales, el regalo de un saco de cemento, de una plancha o algún otro objeto representa un cuantioso premio. Ante necesidades permanentemente insatisfechas, la entrega o la mera promesa de dinero se convierte en un medio de cooptación irresistible, pero las tarjetas prepagadas o los regalos materiales son medios de compra de votos, meros sobornos ante los cuales suelen ser ciegas y sordas las autoridades electorales.

La compra de votos se despliega por todo el país, pero en la Ciudad de México, escaparate de todas nuestras grandezas y miserias, el fenómeno adquiere tintes francamente delictivos, pues los recursos invertidos en la operación provienen del erario. La operación se realiza mediante la entrega de dinero contante y sonante o, ya entrados en la modernidad, con tarjetas rosa y de otros colores.

Una candidata al gobierno de la capital incluso se dio el lujo de entregar tarjetas liquidables después de las elecciones, lo que implica que tiene que ser la triunfadora para pagar a sus eventuales electores. En esa tesitura, sería conveniente que cada partido diera a conocer cuándo y cuánto está dispuesto a pagar por cada voto, pues de esa manera el elector podría comparar precios y optar por el más conveniente. Así operan los mercados serios.