El habla protege y distingue a los seres humanos. Forma parte de su entorno, de su historia. En la expresión lírica, ritmo e imagen integran una unidad indivisible porque de alguna manera esa sonoridad corresponde a un diseño fónico, a una forma de respirar. En la práctica, lo que prevalece en la cadencia versicular no es lo que la gramática indica, sino lo que el oído percibe, como precisó en su momento Navarro Tomás: El verso, independientemente de la rima y la metáfora, no es más que una elemental organización de la música contenida en el lenguaje. (Cf. Tomás Navarro Tomás, Arte del verso, Méx., 1959: 24), por eso el verso no responde a una realidad absoluta, ni se basa en simples “acentuaciones, escandimientos, o ritmos preconcebidos”, sino que obedece a una dinámica más interna, con atisbos de “ternura incontaminada”, porque después de todo el verso es la norma con la que un poeta relaciona su ritmo personal (Cf. Robert Graves, La diosa blanca, 1986. Madrid: 24).

En la obra de Silvia Tomasa Rivera (El Higo, Ver., 7 de marzo de 1956) se advierte una marcada transparencia y voluptuosidad como acto pasional y plenitud de gozo: la poesía como “una enérgica requisitoria al amor”. Pese a su aparente expresión prosaica —explicaba Carlos Illescas en el Prólogo de Poemas al desconocido. Poemas a la desconocida (1984), primer poemario de esta autora, cuya vocación de veracidad y limpieza, frescura y eficacia lírica atrajeron la mirada de la crítica— el lenguaje “puede configurar estados de pureza, convertir en mística el vulgar ayuntamiento y propiciar que, de pronto, comparezca el desolado Onán reclamando su tasajo en el festín”.

Por otra parte, en la cuarta de forros José Joaquín Blanco aborda sobre la sorprendente frescura y eficacia lírica, en virtud de su actitud vigorosa, vital. “Una poesía que no elude el desahogo ni la confidencia, pero que sabe purificarlos y fortalecerlos con un excelente trabajo de honestidad y de limpieza expresivas; un romanticismo ávido y poderoso que no prescinde de la razón ni del sentido del humor para trazar sus sueños y el motivo literal de la nostalgia en panoramas concretos, rincones urbanos y noches personales”. En efecto, en los 22 poemas que integran la primera parte de este volumen inicial —Poemas al desconocido— son textos sensoriales, directos, donde la expresión de la autora destaca esa visión del amor sensual, de ese deseo insatisfecho que busca restituir la sexualidad sin idealismo (lo sublime jamás se canta ni se postula, precisamente porque la realidad es otra: cotidiana, casi hostil, escurridiza, acaso un beso en el aire o una ventana sin cristal).

La visión del mundo que exterioriza es muy contemporánea, inmediata. Nada existe fuera de lo circundante, aunque la mirada sensible, estética, profundiza y penetra en los objetos hasta advertir que las rosas se atreven a desafiar el frío y que el sexo, aderezado con ternura, es como una niña que acaba de aprender el alfabeto. La existencia es finita y responde a los instintos; lo físico se antepone a cualquier ilusión y los amantes son desechables, tal vez porque el varón es sólo un iluso semental, incapaz de transfigurar lo ordinario.

En cambio en la segunda parte, denominada “Poemas a la desconocida” (20 poemas), el lirismo alcanza otra dinámica: se potencializa y se sublima la lujuria; la belleza física de la mujer es más que un atributo conferido a la amante: atractivo sexual, hambre y sed de completud. La interrogante se presenta: ¿Silvia Tomasa presta su voz al otro, al lector, para cantar a la mujer?, ¿o es su poesía la expresión de su particular sensibilidad? Lesbianismo o bisexualismo, lo importante es la carga estética de emociones y sensaciones que va prefigurándose en las imágenes con profunda dimensión lírica: “Todo a mi alrededor es tan disperso,/ la ciudad es una loza enorme/ que se estrella en mi cara/ haciéndola de piedra”.

La óptica afectiva escudriña el entorno, visualiza al cosmos desde otra dimensión más recóndita y todo es nuevo, luminoso, hasta la melancolía que resuena con una tonada añeja y resquebraja al silencio: “Debe ser triste para ti/ mirar el tiempo,/ resignada como un árbol cortado de raíz./ Al principio jugabas a la vida,/ después te lo creíste todo,/ así te sorprendió el degano/ sin recordar siquiera, que un día el amor/ fue cierto”.

Es evidente que el ámbito metonímico determina las características y el temperamento del poeta, por eso la vista se vuelve aguda, penetrante, de manera que es posible penetrar en las cosas, violar incluso ese silencioso secreto. Mirar dentro de las cosas es percibir, y lograr, la intimidad. Al igual que los alquimistas —reflexiona Bachelard— los poetas son seducidos, por alteraciones intensas y, al seleccionar éstas, generan imágenes literarias que nos hechizan (Cf. Gaston Bachelard, La tierra y las ensoñaciones del reposo, Méx., 2006: 35). Vale resaltar que en 1994, la autora publicó dos poemarios en un solo volumen: El sueño de Valquiria (Gob. del Edo. de Veracruz, Ver., 1991 y La rebelión de los solitarios (El Nacional, Méx., 1990), 94 pp.

En El sueño de Vaquiria (1991) canta una historia de amor, el derrumbamiento de una mujer ante el abandono: “Un mordisco apenas se recuerdo/ precipitado y torpe/ como un pájaro ciego que vuela tempestades”. Va de la tercera a la segunda persona, aunque prevalece el Yo poético. Las imágenes están en función de lo que pretende decir; son connaturales al contenido, a lo que la emoción va develando: “Ronda la medianoche,/ aletazos de luna sobre el rostro/ le ponen el sudor en la garganta”.

En La rebelión de los solitarios (1950) el silencio asume diversas connotaciones: puede ser ideal, oscuro o brutal. “y el verano impudente”. La mirada curiosa, estética, aguza los sentidos para examinar al orbe por primera vez: “Nadie es culpable/ de su ebria vocación de solitario…”. Previamente indica: “Bajo tu frente ardiendo, amanecida,/ la turbia llama del ser, revolotea”. La fuerza de la naturaleza se violenta, pese a que el ámbito metonímico es preciso, contundente: “La primavera entró como una gata en celo/ rompiendo el alba,/ a pesar del cielo ennegrecido”.

La intuición no se demuestra: se experimenta. Por lo mismo, sólo un poeta puede hablar de la “ceguera indefensa del olfato” (p. 73), por ejemplo, porque después de todo el poeta ofrece respuestas emotivamente cognoscitivas a su íntima relación con el mundo. La realidad es única, inédita siempre. Endeble, ausente de Dios, conjura con certera certeza la dimensión del mundo, con transparente sensibilidad.

Explicar es, muchas veces, explicitar, dice Bachelard, por eso las anáforas, figuras de repetición en versos veraces, exactos, establecen el equilibrio entre sentimiento y pensamiento. Los adjetivos amplían el horizonte semántico, cumpliendo su función con exactitud. Comprensión y sabiduría en la mirada conceptual, afectiva: “Y los hombres no paran de vivir…”.

En Apuntes de abril (1986) sorprende verificar cómo Silvia Tomasa Rivera utiliza el verso para generar un entorno absorbente, preciso, determinante, que se metamorfosea en oquedad luminosa como única circunstancia: “Me deshago en arena para que caigas/ como un hijo del sol, de cuerpo entero./ Nunca sabrás que tras la duna oscura/ una mujer te observa y te resguarda”.

A lo largo de la obra de esta autora se puede corroborar que, en efecto, el verso es la norma con la que un poeta relaciona su ritmo personal (Graves, dixit) y que obedece a una dinámica más interna, con atisbos de “ternura incontaminada” para conseguir frescura y eficacia lírica.