El modelo neoliberal que se ha impuesto, por razones externas en diversos países y, desde luego, en México —a contrapelo de los principios constitucionales de rectoría del Estado— logró, en las últimas décadas, desarrollar la tecnología más avanzada de la historia humana, así como la investigación científica; también aumentó sustancialmente los niveles de producción e inclusive —por la competencia intercapitalista— resultó en la disminución de importantes precios al consumidor.

Sin embargo, junto a estos notorios avances, estableció un régimen de mayor desigualdad, de mayor pobreza y de brechas insalvables en la sociedad; la riqueza se concentró exponencialmente en unas cuantas manos.

Donald Trump ha frenado este modelo en su país, pues considera que se han perdido inversiones industriales y puestos de trabajo; su política emana de las teorías fascistoides y antimexicanas que planteó el teórico Samuel Huntington en una visión equivocada y, por supuesto, perjudicial para los intereses de México.

Trump no ha cedido en sus objetivos de golpear a México a costa de descomponer su propio modelo interno; desaparecer el TLCAN —lo que parece irremediable— traerá una consecuencia de crisis inmediata en nuestro país, en relación a la inversión externa y consecuentemente a la paridad de nuestra moneda; ésta sería una de las razones por la que la crisis se asoma con un rostro siniestro en el futuro inmediato.

Trump necesita un antagonista, que no ha tenido en la política inteligente del gobierno de Peña Nieto, que ha intentado negociar el tratado con el apoyo de las mismas fuerzas económicas y políticas en los Estados Unidos; sin embargo, el presidente norteamericano requiere obtener el voto de sus electores en la contienda intermedia y preparar su reelección; para ello, necesita un enemigo débil a quien aplastar y a quien culpar y, éste no será ni la Unión Europea, ni el dictador de Corea del Norte, ni el rompimiento del acuerdo con Irán, sino la víctima propiciatoria para estos perversos objetivos es nuestro país.

La otra ruta hacia la crisis es la propia elección presidencial en México, pues el aumento, al parecer imparable, de la popularidad de Andrés Manuel López Obrador, también implica una transformación del modelo, quizá por buenas razones, pero que de inmediato va a espantar al capital externo y al interno; lo que, aunado a la política antimexicana de Trump nos pondrá en una situación de antagonismo abierto y, sin duda, la crisis económica será mayor.

Los mexicanos debemos reflexionar el futuro con todo cuidado, no es que López Obrador represente un peligro; lo representa las circunstancias que se están gestando en el momento actual.

El voto de los mexicanos puede ser decisivo para evitar que la confrontación no nos conduzca a una crisis que difícilmente podemos afrontar.

Los próximos años requieren de un poder ejecutivo federal con experiencia en las finanzas públicas, en las relaciones externas y en el manejo adecuado del comercio internacional; por supuesto, sin abandonar los temas centrales —que no se han resuelto— como la pobreza endémica que padecemos y la inseguridad que nos mantiene acorralados frente a una delincuencia que no han sido capaces los gobiernos de detener.