Por Guillermo Sheridan*

 

Licencia para insultar

La magnitud de la crisis de México es tal que hasta el arte de insultar se halla en decadencia. Uno de los recursos más ricos de la imaginación, y uno de los usos más creativos del lenguaje, subordina su poderío a las cinco notas de la monótona mentada de madre, ese coro multitudinario de claxons con que los mexicanos se dan los buenos días.

Respeto en conciencia el recurso del insulto, aunque deploro el triste empleo que se le da en estos tiempos. Insultar ha dejado de ser una excepcionalidad del temperamento y se ha convertido en un hábito vacío de sentido, ruidos huraños, hediondos de bilis, sin chiste y sin ingenio.

La conmovedora escena de las “Ladies de Polanco”, que divulgaron las redes1 —grabado por un espectador que representaba a la atónita patria—, al mostrar a dos selectas damas escrupulosamente dedicadas a insultar a un petrificado policía, mostró no sólo el peculiar comercio entre el pueblo y las autoridades, sino también la triste cacofonía en que ha terminado la expresión verbal de la iracundia. Una retahíla de mentadas proferidas —hay que reconocerlo— con músculo bastante.

El insulto que conmovió a México, sin embargo, no fue el predecible, percutiente imperativo que ordena a la víctima cometer incesto con su genitora, ni que tal mandato viniese de una dama que se mostró, así, escasamente solidaria con otra de su género (o sea la progenitora del policía), sino una ofensa que tiene muy distinto carácter: “asalariado de mierda”.

¡Qué curioso insulto! Es el típico insulto hara-kiri, autoincriminatorio, que logró convertirse en un exacto autorretrato de la profiriente: una selecta dama a tal grado pagada de sí que presume de no recibir paga alguna: la reina de un país que sólo existe en su vociferante hocico, un país de caninos, esputo, lengua y baba. Y, sobre todo, es un insulto con una notoria carga de clasismo, un clasismo expectorado con la vulgaridad de una dama que —seguramente sin percatarse— ponía en evidencia sus íntimas sospechas sobre su propia licitud social. Un insulto, pues, muy mexicano.

Algo especialmente curioso es que haya ideólogos de la tolerantemente llamada “izquierda”, cuya conducta a la hora de insultar comparte material con esas ladies de Polanco. No son pocos los ideólogos de la igualdad social que recurren a los vituperios clasistas. Uno de los insultos preferidos del Lic. Andrés Manuel López Obrador es achichincle, voz a la que recurren también con frecuencia sus asesores y sus ideólogos.

Es una paradoja significativa: mientras más decididos se hallan a salvar al pobre, más rápido convierten los oficios de pobre en insulto de burgueses: lacayo, siervo, palafrenero, caballerango, criado, sirviente, chaflán. Un clasismo instantáneo (por innato) que convierte al justiciero en una lady pomadosa que regaña a la servidumbre de su casa de Tepoztlán.

Achichincle nombra a los indígenas nahuas que ayudaban a sacar agua de las minas, faena de casi esclavitud. Se dirá que en México se emplea como sinónimo de ayudante o subordinado. Bueno, sí, pero al preferir achichincle sobre ayudante para insultar, al obvio desdén de clase se agrega un ingrediente racial derogatorio. Así pues, la idea del insulto que tienen los adalides de la lucha en favor de “los más pequeños” —como encomia la escritora Poniatowska al doctor doctor— consiste en empequeñecer al otro a pobre, obrero, ayudante, indio, es decir, a la calidad de quienes dice defender.

Al igualitario adverso a las jerarquías y a la desigualdad se le sale lo aristócrata por las costuras psicolingüísticas: trata sólo con los que considera sus iguales, la gente “de primera”, nunca con los “de segunda” y menos aún los “de quinta”: un intocable que también es innombrable, alguien sin persona ni albedrío.

Me parece un deber impostergable, en estos días en que insultar es la norma, reivindicar al insulto como un arte y restituirle dignidad. Habría que hacer obligatoria la lectura del monólogo sobre el arte de insultar que profiere Cyrano de Bergerac, el personaje de Rostand, cuando algún tonto lo trata de “narizón”. Los niñitos de México, los conductores, los replicantes de blogs y periódicos renovarían sus arsenales y le restituirían al ingenio la capacidad de zaherir con eficacia.

Y felizmente aún a los políticos, pues nuestros diputados optaron por no dar trámite a una iniciativa de una ley que castigaría con hasta doscientos salarios mínimos y hasta seis años de cárcel a quien injuriase candidatos, partidos y políticos en general. Aliviado de que ese proyecto de ley no consiguió averiar mi libertad de decir y escribir lo que me venga en gana (que, ingenuo de mí, pensé garantizado por la constitución), celebraré asestándole a esos diputados algunos insultos “a su buena fama”. Son insultos merecidos, a fe mía, por su probada ineptitud, su lamentable boato, su impericia general, su vocación dispendiosa, su vanidad patética, su voracidad insaciable y lo que se vaya sumando. Aquí van. Señores legisladores y señores partidos políticos y señores políticos en general, creo que en la enorme mayoría de los casos son ustedes monstruos de naturaleza, depositarios de mentiras, almarios de embustes, silos de bellaquería, enemigos del decoro, hartos de ajos, echacuervos y corazones de mantequilla.

Sí, son algunos de los insultos que don Quijote asesta al pobre Sancho.

La diferencia, desde luego, es que el Caballero de la Triste Figura nunca fue una “lady de Polanco” ni nunca, el buen escudero, “asalariado de mierda” ni “achichincle”…

El escritor Guillermo Sheridan.

El escritor Guillermo Sheridan. Foto: Cuartoscuro

Don Importante se mueve

A lo primero que aspira Don Importante es a poner toda la distancia posible entre él y los demás de la especie. El alejamiento constata su importancia, lo distingue de los otros, los aparta sumariamente de su asumida importancia: los otros sólo sirven como testigos de su importancia.

Don Importante cultiva su separación de los otros y la rodea con diversas formas de intimidación. Y si debe ingresar a lugares colectivos, se esmera en crear réplicas de la importancia de que se reviste. Vivir en la exclusividad supone excluirse todo lo posible de los semejantes, blasonar que ser Don Importante es lo más opuesto a ser sólo un Don Semejante.

Ese apetito propicia la industria de la importancia, fructífera en la medida en que la mexicana es una cultura endeble e insegura. Antes, además de la velocidad, viajar en avión tenía el valor agregado de no viajar en tren o autobús, demasiado terrenales y colectivos. Luego se inventaron las “clases” que emulan a cuarenta mil pies de altura las fantasías de una circunstancial realeza que practica legalmente su desdén a la igualdad. Como la pantomima es contagiosa, las líneas de autobuses la copiaron y crearon camiones con “clases” y agotaron la semántica de la importancia. Antes era un pinche camión; luego fue autobús ejecutivo, autobús plus y autobús ultra; y luego fue el servicio plateado y el dorado, y luego el servicio platino y el diamante, etcétera: la tabla de los elementos a cien por hora.

Cada pequeña muesca en ese ascenso mineral estimula la urgencia de importancia, propia del humano acomplejado. El día que salta del autobús clase uranio a la clase turista del avión es un pequeño paso para la humanidad, pero uno enorme para el candidato a Don Importante. Ahí comenzará su carrera hacia la clase business, y de ahí a primera, a premium, a súper y a ultra y a híper y a maharaja, etcétera. La cosa es trasladarse del punto A al punto B sin compartir el espacio con el resto del alfabeto majadero.

El sueño final de Don Importante es viajar en una aeronave privada. ¿Por qué será que eso atrae tanto al prepotente mexicano promedio? Apenas se hace de algún poder, Don Importante dispone que sus traslados estén a la altura de su ego: el carrote blindado y la comitiva en tierra. Y por aire es peor: viajar en la exclusividad del avioncito o el helicóptero le refleja, como nada en el mundo, su conseguida importancia. Y si ya es patético ufanarse de viajar apartado de los otros, más lo es hacerlo a sabiendas de que son los otros quienes financian esa ufanía.

Es un afán de grandeza pueril, propio de mentalidades tembleques. ¿Qué clase de gozo le producirá al secretario de estado o al líder sindical ordenar “que me manden el helicóptero”? ¿Qué deleite deriva de apantallar a los vecinos con tal despliegue de ferretería? ¿“Mírenme: soy VIP”? ¿Eyacularán los Don Importantes cuando cruzan el empíreo, rodeados de su familia y sus perritos, mirando a los otros allá abajo, embotellados?

Esa misma emoción aguada mueve proporcionalmente a los activistas que expropian autobuses para su uso privado. Si una persona cualquiera necesita ir de A a B acude a la terminal, compra su boleto, se sube al camión y hace su viaje. No así los activistas. Ellos prefieren detener al camión, ordenan bajar a los otros, los dejan a la buena de Dios y esclavizan al chofer. “Compañeros ciudadanos, favor de desalojar esta unidad que ha sido requisicionada para trasladar a quienes habrán de liberarlos de la injusticia”. Los pasajeros se bajan, sacan sus chivas y se quedan callados y humillados a la vera del camino.

¿Hay diferencia entre los camaradas dueños de las escuelas normales rurales y los Importantes que aparecen en la prensa trepándose a helicópteros del Estado que pagamos los causantes?

Qué rara esa mexicana, instintiva aversión a ser un ciudadano común.

El político altanero, el obispo magnífico, el líder sindical, el ricachón forrado, el compañero popular en rebeldía no viajan junto a cualquiera. No. Hacerlo ofendería el empeño con que trabajan en favor de la igualdad.

*Fragmento del libro “Paseos por la calle de la amargura, de Guillermo Sheridan (Debate, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.