El miedo metafísico representa una realidad, un azoramiento permanente, una perturbación emotiva, capaz de sublimar los sentimientos. Y más cuando el individuo se enfrenta a la muerte del padre. Si frente al vacío se presenta el horror, en la Palabra persisten fragmentos de la naturaleza y del alma humana, conmoción, asombro. Y como cualquier Escriba, Jaime Sabines, el juglar de Chiapas (1926-1999) se transforma en un celebrante que invoca a la experiencia humana y convoca a la naturaleza. Ante el Misterio de la Vida, ante el dolor, el gozo, la maravilla y la zozobra, los poetas presentan la misma actitud que Sabines ante el milagro del mundo. Si bien es cierto que la sacralidad del cosmos es la vivencia del género humano, también manifiesta una forma de vida, de conciencia, de sentido espiritual.

La experiencia religiosa se vuelve básica, personal edificación de la realidad circundante. Pasajes bíblicos, recurrencias a los aspectos sagrados y morales, fluyen y confluyen en los versos del poeta chiapaneco. El sufrimiento simboliza el vacío existencial: sin amor, sin sexo, el hombre padece. Ante lo sublime, el terror. Sabines enhebra el término Dios, como si fuese un hallazgo de esos tan propios de su energía verbal, de su potencialidad expresiva, abarcado el concepto numinoso que marca Otto Rudolf en Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios (Madrid, 1985). Antes que asombro, la Divinidad (que en Sabines significa conmoción, estremecimiento), implica comunión, alquímicos fragmentos de la substancia humana descargándose en el verso. Aquí radica, justamente, la precisa sacralidad de su poética, la perennidad del texto lírico pese a su expresividad directa, con palabras colmadas de emoción. Como imagen recurrente, como apoyo simplemente retórico, la divinidad en Sabines también exterioriza la turbación ante lo inescrutable.

La travesía por el sufrimiento, la muerte y el proceso fúnebre del padre, que plasma el poeta en Algo sobre la muerte del mayor Sabines, transforma al canto en una hazaña lírica, cuyo ingrediente épico es el recorrido por el mundo del dolor: la enfermedad como motivo central para manifestar el transcurrir de la existencia.

Erigido en titán, el padre también constituye otro Dios, otro héroe divinizado, pero oculto en la tierra, donde remonta su “raíz oscura y desolada” (v. 406). Perennemente vivo, el padre muerto continúa en la memoria y se erige en “larva de Dios, semilla de esperanza” (vv. 347-348), que representa la resurrección. Lamentablemente la realidad demuestra que el poeta, como un moderno Gilgamesh, fracasa en su intento de rescatar a Enkidú (el padre amigo) de las aguas de la muerte. La muerte es un hecho brutal, insalvable. La presencia de la muerte se encuentra ya en La señal (1952). La desaparición física, como eventualidad real, se advierte como esa contingencia que adopta características concretas. Desde luego que la muerte es observable: en Adán y Eva (1952) llega subrepticiamente; el encuentro es natural: el primer hombre conoce la vulnerabilidad de la Mujer primigenia y descubre la trascendencia de este acto biológico. Por eso el dolor de Sabines, exteriorizado en su célebre poema, no acepta que sea calificado como un discurso estético ni como una proposición artística: “¡Maldito el que crea que esto es un poema!”, reclama con justa razón (v.138). La enfermedad, el cáncer mismo, se erige como un ente arquetípico, como la representación del Demonio, constituido en el mismo Mal (“Príncipe Cáncer”, “Señor de los Pulmones”, “Varón de la Próstata”, califica el poeta [vv. 97-98]).

Como Dios, la figura femenina es fuente de creación, y vence la conciencia de la individualidad, el temor angustiante de la descomposición, el conocimiento y el dolor ante la desaparición física. Corazón de la vida, de la muerte, de la existencia ulterior, la mujer representa el centro del cosmos: deidad que musita o aterroriza al cantor; la que excita e incita a obedecer. En este contexto se explica la función del poeta, la Mujer y su relación con el Universo, con Dios. Insisto en esta legendaria comunión: el Poeta y la Musa, esta última constituida en la Dueña, La Domina, instaurada por los trovadores occitanos del siglo XII, abordada ya por Denis de Rougemont en El amor y Occidente.

“Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, acaso el más representativo de este autor, consta de 446 versos y dos partes esenciales: la inicial está constituida por 17 cantos (vv. 1-323), mientras que la siguiente considera 5 (vv. 324-446). Versos endecasílabos, alternados con heptasílabos, caracterizan su estructura; aunque de cuando en cuando intercala algunos sonetos en apariencia silábicamente incompletos (v. 265). La primera parte asume una secuencia cronológica: describe los acontecimientos, objeto de su cántico. La segunda, constituye una reiterada meditación sobre sentido del mundo y de la vida frente a la presencia del horror ante la degradación, y desaparición, física. Una constante prevalece: la fugacidad de la existencia, el tiempo lírico, mítico, calificado por el poeta como “ampolla de vinagre” (v. 376). Sin embargo, a pesar del lenguaje directo, encontramos imágenes sinestésicas, como resultado de una transposición de sentido; símiles sensoriales o perceptivos que van del color al sonido; la analogía desempeña una función en su estilística.

Lo que en cualquier autor se considera como cacofonía, en manos de Sabines el efecto sonoro se vuelve virtud. Las dos primeras líneas agregan una sílaba por razones del verso agudo: la sílaba final se alarga para crear, fonéticamente hablando, una más. Por supuesto que hay comparaciones, aspectos metonímicos. Y en momentos el poeta se plantea una serie de responsos, como si los fieles rezaran ante el cadáver del padre; la organización misma del poema, su concepción, destaca el grado de logopeda que contiene, con lo cual se cumple de manera fehaciente el esquema poundiano (Cf. Ezra Pound, El arte de la poesía, 1978).

El sentimiento universal se singulariza a través del sentido particular que le produce el fallecimiento del padre; el cuerpo, bajo la tierra, se va degradando; en cambio, arriba, la naturaleza transcurre: “Mientras los niños crecen, tú, con todos los muertos,/ poco a poco te acabas”. (vv. 324-325). Y la revelación contundente, cruel pero certera, al precisar:/ (“Flores dominicales a dos metros arriba/ te quieren pasar besos y no te pasan nada”). vv. 340-341).

El poema cobra mayor relevancia porque es un cántico universal que exalta el amor filial. Sabines, como poeta, ha sabido captar —y cantar— las particularidades del ser social. Todo lo tierno y perverso que persiste en la relación del hombre frente a la naturaleza, toda la contradicción de la conducta en las sociedades contemporáneas occidentales, es descrito minuciosamente por el autor. Su imago mundi es crudelísima. La intensidad del poema es esencial. El ritmo se apoya en las anáforas para descubrir —y describir— el encadenamiento emocional, emotivo. Vale la pena resaltar que entre ambas partes existe una diferencia rítmica, aunque la unidad se sostiene gracias al énfasis, al flujo poderoso que caracteriza al poema. La visión de la muerte es exacta, aterrorizante. La amargura fluye, el dolor se hace presente. Ante lo inevitable, la impotencia estalla en una expresión dolida y dolorosa: “¡A la chingada las lágrimas!, dije,/ y me puse a llorar/ como se ponen a parir”. (vv. 79-81).

El decrecimiento, la involución, horrorizan. El olvido es síntoma de tiempo, de caducidad. Se advierte la fugaz condición de la naturaleza: la carne, el cuerpo humano, padecen la degradación física. Esta postura es insoslayable. Esta actitud filosófica —si se acepta el término no en el sentido de reflexión última para conocer a las cosas, como señala Kant, sino en su significación cotidiana: la manera en que se responde ante los acontecimientos— determina su discurso lírico, su universo poético. Ante la presencia de la muerte se genera un sentimiento de vacío. No la angustia metafísica de José Gorostiza expresada en Muerte sin fin, que llevarían al autor a buscar el misterio de Dios; la confrontación es inevitable: el temor ante los acontecimientos del mundo exterior y el miedo metafísico, la vida interior, sino la realidad circundante que lacera: la desaparición física. Amargado por la certeza de la incertidumbre, Sabines se presenta como un hombre angustiado por el acontecer de la existencia.