Sin la Patria, el hombre es un punto perdido
en los eventos del tiempo y del espacio.
Lacordaire
Si Barcelona encuentra en el arquitecto Idelfons Cerdá al artífice de su modernidad en 1855, la Ciudad de México encontrará en el ingeniero Miguel Bustamante al ejecutor de una obra que franqueó —en 1861— la modernidad en la vieja traza de la capital mexicana, y lo hizo al ejecutar la resolución emitida por el presidente Juárez, a través del secretario de Justicia e Instrucción Pública, don Ignacio Ramírez, destinada a prolongar, a través de desamortizados terrenos conventuales, la estrecha calle de Alcaicería hasta la calle de Vergara.
Cuenta José María Marroquí en su obra sobre la historia de la ciudad que, pese a la prontitud con la que se llevaron a cabo los trabajos de demolición, “muchas personas evitaban transitar por las calles abiertas a través de los conventos” y entre sus nuevos propietarios pocos se animaron a construir en sus solares, y a lo más adecuaron de mala manera las accesorias conventuales para rentarlas a personas de muy escasos recursos, que a pesar del infundado temor esparcido por el beaterio capitalino, se arriesgaron a vivir en dichas instalaciones.
Continúa el prolífico cronista narrando que, a pesar de tales desventuras, con motivo del triunfo mexicano en contra del invasor francés, en Puebla, aquel glorioso 5 de mayo de 1862, el ayuntamiento de la ciudad acordó “para conmemorar el hecho, dar ese nombre a una calle”, eligiéndose para tal efecto la “que dividió la Casa Profesa, porque su situación la llamaba a ser de las principales” arterias de la capital.
La placa colocada en lo que ahora es la esquina de Isabel la Católica y Cinco de Mayo fue alevosamente destruida por las tropas francesas tras haberse posesionado de la ciudad para instaurar en ella al austriaco y a su mujer como emperadores de México.
Una vez restablecido el régimen liberal, en julio de 1867, el gobierno juarista instruyó al capitalino a desagraviar tal afrenta y a costas del propio ayuntamiento se iniciaron las que podríamos considerar como las primeras acciones municipales de la historia, con el fin de “urbanizar los dos tramos originales de la calle”, construyendo “atarjeas y empedrado”, de manera tal que para el 5 de mayo de 1868 el propio presidente Juárez pudo inaugurar oficialmente la arteria más ancha de la ciudad.
Trece años más tarde, el ayuntamiento decidió expropiar y derribar las casas que conformaban la manzana que separaba esta avenida de la Plaza del Empedradillo, y como consta en el aviso municipal del 5 de mayo de aquel año de 1881, el cabildo dispuso que los cinco tramos se denominaran Cinco de Mayo como un homenaje perenne a la memoria de Zaragoza y de los defensores en aquella histórica batalla de Puebla.
Parafraseando al dominico francés del siglo XIX, la avenida Cinco de Mayo de la Ciudad de México ratifica que en el patria los mexicanos nos encontramos en el tiempo y en el espacio.