Ese día estuvo cargando una fuerte melancolía, aun cuando sabía que México iba ganar en el partido contra Brasil. ¿Por qué lo sabía? Muchos amigos suyos habían dicho que la selección nacional “ora sí tenía todas las de ganar”. A él nunca le había interesado el futbol y sin embargo, ahora tuvo la firme decisión de apoyar “con buena vibra” los deseos de sus fanáticos y futboleros amigos.

Pero la mente le giraba hacia otro lado.

Hacia Djuna, la chica que había conocido semanas atrás en el antro de sus trasnochadas recientes: “Mira que llamarte Djuna —pensó mirándola a los ojos y sonriéndole— como la neoyorkina maga, bruja, subversiva Djuna Barnes, que vivió casi cien años y escribió la obra maestra El bosque de la noche… Pero tú eres otra Djuna, a la que vengo a conocer en este bosque la noche que es también este antro…”.

Djuna.

En ella estaba pensando todo el tiempo.

En su juventud. En su arrebatada e intransigente juventud de casi Lolita.

En su locura de adolescente, pese a tener casi veinte años. “¡Pero, qué linda es!”, se repetía, incriminándose al mismo tiempo el no conocerla bien aún, el sólo saber de ella que siempre que iba al bar, ahí estaba, como parte de una decoración mágica que lo revitalizaba a las altas horas de su insomonio, de tan sólo admirar su extraordinaria belleza.

Acompañó a algunos amigos a ver el partido en un bar de la Zona Rosa. Todos hablaban eufóricos de la manera “tan profesional” —decían— en que los jugadores se habían preparado para la contienda. Se fue involucrando con la efusividad, con los gritos de “¡goool, goooool, goooooool…!” que cimbraban el local y las mesas, cual terremoto de pasiones.

Y entonces se quedó viendo hacia la entrada del bar. Sintió que su mirada se perdía en las musarañas del momento. No pensaba en nada, pero el rostro vivificante de Djuna parecía flotar diseminándose en pequeñas burbujas fosforescentes. Empezaron a surgir las apuestas por quién iba a ganar, casi todas proclives a México.

Él también apostó por México…

…pero en su fuero interno, su apuesta vital fue por Djuna… por alcanzarla en espíritu y en verdad.

No sería difícil que la joven apareciera en el marco de la puerta, acompañada de sus amigas de juerga, como ya había sucedido en otras ocasiones. No sería difícil… aunque era un sueño. Y así, entrecerró los ojos y volvió a tomar el rumbo de la pachanga con sus camaradas. Bebió un par de tequilas y la tristeza por no atreverse a buscar a Djuna, por temerle al amor, lo hizo sentirse una sombra en la silla que parecía estar alejada por completo del bullicio del bar.

Por fin, el veredicto se hizo evidente: ¡México había ganado!

Los automóviles de los festejantes callejeros empezaron a dejar oír sus cláxones, la euforia, los rutilantes y estrepitosos gritos de victoria; las patrullas, las ambulancias… De pronto dejó de pensar en Djuna aunque la depresión ya lo había traspasado. Sus compadres sacaron a bailar a algunas damas (tres de ellas de muy buen ver) y él fumaba mirando el espectáculo dancístico. Entonces creyó alucinar que Djuna surcaba la puerta del bar, con su paso majestuoso, infinitamente seductor; y entrecerró los ojos tragándose una sonrisa amarga. Pero al abrirlos, comprendió que no estaba soñando: era Djuna la que saludaba a varias amigas y a él, de lejos, lo miraba como sin reconocerlo.

El flujo de los acontecimientos fue rápido.

Se acercó a Djuna, la saludó con caballerosidad. El corazón le latía. La sangre hacía hervir sus mejillas; sus piernas temblaban, el pulso lo traicionaba. “¡Ganó, México, Djuna, ganó México!”. “Sí”, le respondió ella contagiada de entusiasmo.

Entonces él la acercó hacia sí, con una suave acción de su antebrazo sobre la cintura de la muchacha; aspiró el dulce olor de su piel blanca, percibió la tersura, cama de nubes, de su cuello. Se estremeció. Hubiera querido besarla. Confesarle que había sido preso de eso que los sabios llaman amor a primera vista; decirle que así como apostó por México, había apostado por ella y el destino le estaba permitiendo ganar… pero sólo acertó a balbucir algunas palabras y decirle: “¡Eres un ser maravilloso!”. Djuna sonrió, envuelta en el inusitado halago. Aceptó salir con él al día siguiente.

En la bruma de la calle, yendo hacia su casa, él comenzó a cantar de alegría y muchos jóvenes que celebraban el triunfo de México se le unieron para hacerle coro y cantar a lo largo y ancho de Paseo de la Reforma en esa noche futbolera de 1999. Ellos por un partido de futbol bien ganado. Él, por el milagro de las ilusiones llamado Djuna, milagro que se instalaba ya en el imperio del amor y lo verificaba como hombre.

Su melancolía inicial había desaparecido, desplazada por la voz de Djuna, por su sonrisa, por su mirada: Paraíso prometido, revelado.