El altar de la Ley yace desierto,

ausentóse la Historia…

Ignacio Ramírez

El 22 de junio de 1818, en San Miguel El Grande, Guanajuato, nació Ignacio Ramírez, el cuarto hijo de la familia que formaron el jurisconsulto Lino Ramírez y doña Sinforosa Calzada, una descendiente de caciques aztecas y tarascos cuyo linaje se vinculó al de uno de los liberales insurgentes poco estudiados por la historia.

Lino Ramírez, el padre de Ignacio, era “un patriota muy ameritado y liberal firmísimo”, según lo describe Ignacio Manuel Altamirano en la biografía que sobre el prócer elaboró en 1899, en ocasión de la develación de su estatua en el Paseo de la Reforma.

En reconocimiento al apoyo a la causa insurgente, el padre de Ignacio Ramírez fue nombrado vicegobernador de Querétaro, tierra de origen tanto de Lino como de doña Sinforosa, y desde ese cargo el joven forjó su espíritu libertario en función a la virulenta reacción provocada hacia su padre por la aplicación de las reformas de Gómez Farías en dicha entidad de la república.

Tal situación obligó a la familia a un forzoso desplazamiento hacia la Ciudad de México, donde Ignacio entrará en contacto con un ambiente estudiantil proclive a las ideas liberales que causaron la debacle del presidente Gómez Farías.

Estudiante cuya brillantez destacará en toda materia que cursa, pronto Ramírez será uno de los jurisconsultos más avanzados de su generación, no solo por los conocimientos de las artes jurídicas, de la lógica y la filosofía, sino por abrevar en las corrientes más avanzadas del pensamiento de su época, hurgando apasionadamente en la vastísima biblioteca del Colegio de San Gregorio, en la de la Catedral y en toda aquella a su alcance.

La “tesis de introducción” con la que Ignacio Ramírez ingresó en la prestigiada Academia de San Juan de Letrán —como describe Altamirano— “lanzó en aquel santuario de la ciencia un pensamiento que fulminaba las creencias y los dioses de aquel areópago”, pues con su texto titulado No hay Dios; los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos, ese desgarbado y tímido joven convulsionó a la intelectualidad de su época.

“México sintió el calosfrío del presentimiento, porque en aquel blasfemo principio se traslucía una revolución social, que removería desde sus cimientos la sociedad vieja, para darle la forma que exigía el progreso humano”, así describe Altamirano el colapso causado por tal tesis.

A partir de ese momento, la vida y buena fama de Ignacio Ramírez —apodado por sus detractores como “el Nigromante” (adivino diabólico)— será un referente del liberalismo mexicano, el cual encontrará en él al patriota, al servidor público de excepción, al escritor, al periodista, al orador, al jurisconsulto ejemplar y a un constituyente cuya brillantez permite retomar una frase de su poema Fraternidad para describirlo de una pieza, pues si hoy el altar de la justicia yace desierto, se debe a la ausencia de personajes a la altura de la historia, como el que fuera nuestro Nigromante.