Edgar Aguilar

Pobre México, tan lejos de Rusia y tan cerca de Trump.

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Como todo deseo colectivo (y por ende individual) que va más allá de lo inalcanzable, de lo improbable o lo inimaginable, el llamado “quinto partido” se ha vuelto una condición cuasi metafísica del ser mexicano.

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Un locutor de radio recomendaba leer a los autores rusos mientras se llevaba a cabo el mundial. Lo que no especificó es si la lectura se debería realizar antes, durante o después de cada partido, como tampoco si deberían ser clásicos o modernos.

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De justa, la justa mundialista sólo tiene el mote, pues siempre me ha parecido una injusticia monumental ver, en la mayoría de los partidos, la diferencia tan marcada (y no sólo en el marcador) entre un equipo “grande” y uno “chico”.

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Un equipo enfrentó a otro equipo para la siguiente ronda de clasificación. El equipo ganador “enterró las aspiraciones” del equipo perdedor. Mientras, los hinchas del equipo del país triunfador celebraban eufóricamente su funeral.

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El presidente de Rusia, Vladimir Putin, rechazó categóricamente toda demostración de afecto entre personas del mismo sexo de cualquier nacionalidad en plazas públicas durante el mundial. No sé qué relación guarda esto con el mal o buen desempeño de la selección rusa. O con un resultado inapropiado

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Agradeciendo a los dioses del futbol (cualesquiera que sean éstos), un público enardecido cantó a coro el gol de su equipo; el del equipo contrario, un Te Deum en tono de Marcha fúnebre.

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“Que ruede el balón…” ¿No es un pleonasmo?

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La trayectoria que marca el balón es directamente proporcional al disparo del jugador, e inversamente proporcional al movimiento del arquero. Esta es una ley infalible que determina (con algunas excepciones que la física no contempla) el curso de todo un partido.

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Independiente del nivel de los equipos en la cancha, el empate debería ser el resultado más satisfactorio para todos: jugadores, entrenadores y aficionados. ¿Pues no se trata acaso de una competencia deportiva, de once contra once, en igualdad de condiciones, para esparcimiento del público? Pero la humanidad, inconforme por naturaleza, y adepta a los combates, exige siempre un ganador… y un perdedor.

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El “terreno de juego”, dicen, es una metáfora del mundo en que se desenvuelve el hombre. Lo cual significa un retroceso: se desechan, literalmente, las antiguas y más que discutidas teorías en que se comprueba que la tierra es redonda.

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Pensar que nuestra selección, al perder, merecía ganar, sería tan ridículo como aceptar que, al ganar, hubiera merecido perder.

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Al no marcarse un penalti (todos lo vimos y era clarísimo), nuestra selección, de prócer de la patria, se eleva al conveniente rango de mártir.

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Se les pide a los jugadores de la selección mexicana mostrar garra en la cancha, jugar de tú a tú con los equipos grandes, no achicarse ante el rival, y mantenerse impávidos a la hora de controlar el esférico… No sé qué tanta contradicción o sentimientos encontrados pueda haber en ello.

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El pitido final, cuando el marcador termina cero a cero, deja una sensación de completo vacío existencial, sólo comparable con el deseo de suicidio.

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El fracaso es el resultado que más teme el jugador; el aficionado, la decepción de su equipo. Nada más que el primero depende de sí mismo (y de los demás jugadores), mientras que el segundo, del fracaso del jugador.

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El “encuentro” suele desarrollarse, comúnmente y como su nombre lo indica, entre ríspidos encontronazos por parte de los jugadores de ambos equipos. Nunca ha de faltar, cuando menos, una que otra tarjeta amarilla.

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El árbitro, en contra de las reglas elementales del juego en conjunto, no es otra cosa que un alcahuete de individualidades.

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El árbitro dudó. Volteó a ver al abanderado, quien también dudó. Éste se refugió en su auxiliar, que dudó también. Se le consultó a la FIFA: esta dictaminó, desde las más elevadas alturas, lo que el árbitro hubo de presenciar.

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Dudo que haya algo más espectacular en un partido de futbol que cuando lanzan a un jugador al césped y verlo rodar lenta y aparatosamente, a través del televisor, en cámara hiperrealista…