Armando Alanís

La Selección salta a la cancha. Ahí está también el equipo rival, un hueso difícil de roer. Entre los jugadores locales destacas tú, habilidoso mediocampista. Veloz, oportuno, dominador del balón, eres además un excelente cabeceador, lo que te permite anotar goles con una frecuencia que envidian algunos delanteros. El esteta de las canchas, te llaman. ¡Maestro!, ha dicho de ti, con su habitual entusiasmo, el comentarista más conocido de la televisión. Un crack en un equipo que representa a un país para el que el futbol es muy importante, pero que nunca, hasta ahora, ha sido de verdad competitivo. Tú puedes ser el factor desequilibrante que marque la diferencia. Junto con algunos de tus compañeros. Gómez en la delantera. Sifuentes, el portero. Martínez. Buenos futbolistas los tres, pero no cracks. Tú sí que lo eres: lo afirman los expertos, lo repiten los aficionados. A tus veintitrés años, tienes futuro; sobre todo, presente. Ahora es cuándo, hay que empezar la primera ronda con pie derecho. Mediodía. Estadio lleno. La multitud —sólo hay algunos extranjeros diseminados por aquí o por allá— une sus gargantas en un clamor que sube cada vez más de intensidad como un globo que está a punto de reventar. Sus gritos son gritos de esperanza.

Cuando pisas el césped recién regado, en el que todavía brillan diminutas gotas de agua, llevas en tus piernas, vigorizándolas, tu breve pero fulgurante carrera. Los partidos con aquel modesto equipo en el que debutaste. Tu destacada participación con el seleccionado juvenil en los Juegos Panamericanos. Tu incorporación al equipo más popular del país. El campeonato de liga obtenido apenas la temporada pasada. Y ahora, el Mundial: el sueño de cualquier futbolista. Un sueño hecho realidad para ti y para los otros seleccionados.

—De aquí salimos con dos puntos —le dices a Gómez, que te devuelve una sonrisa forzada.

Está nervioso, como todos. Como todos con excepción de ti, porque te sientes seguro de lo que eres capaz de hacer por el equipo. No es soberbia sino confianza en las destrezas propias. En una competencia internacional es fundamental hacer a un lado cualquier sentimiento de inferioridad. La Selección, contigo en la media cancha, no es menos que los fuertes seleccionados europeos o sudamericanos marcados como favoritos. Numéricamente, no hay diferencia: once contra once. Se cuenta, además, con calidad. Hay que convencerse de ello. El equipo nacional está a la altura de cualquiera. Se ganarán en fila los tres primeros partidos, pasarán a cuartos, luego a semifinales… No deberán amilanarse ante nadie: ni ante Italia, ni ante Alemania, ni ante el mismísimo Brasil, dos veces campeón, que viene a la justa mundialista con todas sus estrellas: Pelé, Tostao, Ribelino… Niños y adultos se acercan al hotel donde están hospedados los brasileños, y estos, generosos, platican con unos y otros, firman autógrafos en fotos, camisetas y cuadernos.

¡Qué emoción ver el estadio lleno! Saber que no sólo estas cien mil personas sino otras miles, millones, seguirán el juego por televisión. Aquí, en Centro y Sudamérica; en Estados Unidos, Canadá y Europa; en Rusia, Japón y los países árabes. En los cinco continentes. No se habla de otra cosa más que del Mundial: en la tele, en la calle, en tiendas y empresas. Las escuelas han suspendido clases para que los estudiantes puedan estar atentos a los partidos; algunos irán con sus padres a los estadios.

Rocío te pasa el brazo por los hombros, recostada a tu lado. Sonríe, busca tu mirada, pero tus ojos miran nada más hacia adelante. Porque eso es lo que hay que hacer en este momento: mirar hacia adelante.

El presidente de la república está presente en el estadio. También el máximo jerarca de la FIFA. Ambos pronunciaron sendos discursos cuando tú y tus compañeros todavía se hallaban en el vestidor y el entrenador les dirigía las últimas palabras de aliento.

Los equipos posan para las cámaras. Periodistas y fotógrafos de todo el mundo están ahí. Destellan al mismo tiempo cientos de flashazos. Luego, los dos equipos forman una línea, cada uno a un lado de la cancha. Siguen los himnos nacionales. Primero se escucha, en medio del irrespetuoso estruendo de la multitud, el himno del otro equipo. Qué aburrido, piensas, y aprietas con la mano el cálido muslo de tu novia; la falda se le ha arremangado un poco.

En seguida retumban en el estadio las notas del himno nacional, y todos callan, hasta los vendedores de cervezas y refrescos. Los aficionados se ponen de pie con la cabeza descubierta, la mano en el pecho. Este sí que es un himno. ¡El más bonito del mundo! Un canto que llama a la unión de los compatriotas frente a un enemigo venido de fuera. Un canto que llama a la guerra. Y la que está a punto de empezar es una guerra.

—Ganarán —dice en voz baja Rocío, acercando su boca a tu oreja hasta casi darte un beso—. Lo harán por ti.

Lo recuerdas: de niño estuviste en la escuela, como todos los niños de tu colonia, pero pronto la dejaste porque anhelabas dedicarte de lleno al futbol. No querías, como los otros compañeros de tu clase, terminar siendo albañil, fontanero o algo por el estilo. No querías trabajar de peón en alguna fábrica. No querías ser tornero, como tu padre. Ese oficio estaba bien para él, pero no para ti. Tú estabas llamado a ser el mejor futbolista de tu país, a formar parte de la Selección, a ser contratado, probablemente, por algún equipo europeo. Tú estabas llamado a ser un crack. Todo un crack.

Qué bien que Rocío te trajo ese televisor para que puedas seguir las incidencias del partido. Para que no pierdas detalle. Un televisor pequeño, pero a color, con sus antenas de conejo niqueladas, colocado sobre la mesita con ruedas donde te acercan, a la hora correspondiente, la charola de la comida.

Los jugadores se han distribuido por toda la cancha. Los porteros, situados debajo de su arco, dan saltos y agitan los brazos para desentumecer los músculos y acabar de sacudirse el nerviosismo. La pelota descansa en el centro de la cancha, tan quieta y a la vez tan ansiosa como una quinceañera esperando que la saquen a bailar. Todos contienen la respiración. En unos instantes vendrá el silbatazo inicial.

Esto supera por mucho la emoción que sentiste cuando jugaste tu primer partido como profesional. Supera la emoción experimentada cuando la brillante participación del seleccionado juvenil en los Panamericanos culminó con la medalla de oro. Supera, inclusive, la felicidad y el orgullo anidados en tu pecho cuando tu equipo ganó el campeonato de liga. Esto es diferente. Muy diferente.

Como si estuvieras en la cancha. Como si lo sucedido no hubiera sucedido. Cuando despertaste de la anestesia, no lo podías creer. No era nada más que una pesadilla, quisiste creer todavía adormilado, aturdido. Y sí que era una pesadilla: estabas fuera.

Desde la cama, ves por la pantalla del televisor que el árbitro se lleva el silbato a la boca. De reojo ves también, aunque no quieras, el yeso que aprisiona tu pierna, ligeramente elevada sobre la sábana blanca. No lo sabes todavía, pero eso que te pasó te mantendrá inhabilitado por dos años. Nunca quedarás bien. Cuando te reincorpores al equipo con el que firmaste un jugoso contrato, ya no podrás recuperar tu nivel. Calentarás la banca de los suplentes, partido tras partido, y dos años más tarde te retirarás para siempre del futbol. Dirás adiós a las canchas a los 27 para ser por el resto de tu vida activa lo que no querías ser: tornero, como tu padre.

El partido comienza. El primer tiempo termina sin goles. En el segundo, cuando quedan pocos minutos en el reloj, hay una falta en el área rival y el árbitro pita. Martínez será el encargado de cobrar el penalti. ¡Ese cabrón de Martínez! Ocupa el puesto que tú deberías ocupar. Te muerdes el labio inferior, y acaricias sin fijarte la pierna de Rocío. En seguida, con la misma mano con la que acariciaste a tu novia, te persignas. Sí, que Martínez anote. Lo que importa es el equipo. Tu compañero toma impulso, corre, patea con fuerza la pelota… ¡y esta pasa por arriba del travesaño! Sientes que se te retuercen las tripas. Quisieras levantarte con todo y la pierna escayolada, reconstruida por dentro con placas de metal y clavos —fue una operación de varias horas—, tumbar de un manotazo el televisor y patearlo hasta que reviente. ¡El cabrón de Martínez!

Fue en un entrenamiento. Un encontronazo desafortunado con el volante suplente al disputar una pelota. A Martínez no le pasó nada. Tú resultaste con la tibia y el peroné partidos a la mitad. Pero no sólo tú te fracturaste. También la Selección, que empatará sin goles su primer partido, logrará pasar como segundo de su grupo a cuartos de final, pero será eliminado por uno de los mejores equipos europeos. Cuatro goles a uno. Es la mala suerte, la maldita mala suerte. Tu sueño, y el de toda una nación, voló echo añicos con los dos huesos de tu pierna en cosa de un segundo, de una fracción de segundo. Hace apenas cuatro días. Crack.