El pasado martes 12 de junio, en Mérida, Yucatán, se realizó el tercer debate entre candidatos a la Presidencia de la República. Por tercera ocasión, Andrés Manuel López Obrador, Ricardo Anaya, José Antonio Meade y Jaime Rodríguez, participaron en este ejercicio, ahora contestando preguntas que se realizaron por medio de redes sociales. Algunos afirman que si no hay debate o debates, algo le falta a la democracia. Tienen razón, los debates son parte importante de los procesos electorales, constituyen una oportunidad para los candidatos de exponer sus propuestas, pero sobre todo constituyen un derecho de los electores.

Los tres debates que se realizaron en este proceso fueron positivos. Se ensayaron nuevos formatos y dinámicas. Si bien aún estamos lejos de llegar a debates verdaderamente provechosos, vamos en el camino correcto. Digo que estamos todavía lejos de llegar a debates totalmente útiles, por dos causas: la primera, porque los avances registrados en los debates para la elección de presidente de la república no bajan a las elecciones locales. En Puebla, por ejemplo, solo se realizó un debate, en un formato tradicional, sin ninguna posibilidad de interacción o contraste real de propuestas.

La segunda, porque los debates pueden ser instrumentos que utilizan los candidatos que van abajo en las encuestas, para intentar quebrar al candidato puntero en las intenciones del voto. Así lo intentaron en reiteradas ocasiones Ricardo Anaya y José Antonio Meade, en cada uno de los tres debates. Fracasaron rotundamente. Previo, durante y posterior a cada debate se desataron verdaderas batallas de lodo que al final del día no fortalecen ni a la democracia, ni permiten conocer mejor las propuestas de los candidatos, ni cambian sustancialmente las tendencias electorales. Si en los debates entre candidatos presidenciales esto resulta evidente, en los debates en elecciones estatales se puede llegar a nivel de guerra sucia inimaginable.

Debe hacerse lo necesario para que los debates se consoliden como herramientas útiles en los procesos electorales, que no sea necesario mostrar tantas láminas y fotografías, y sí se contrasten más ideas y propuestas, que sean un elemento a considerar en un nuevo modelo de comunicación política, menos publicidad y más debates, pero debates de propuestas y contrastes, no de guerra de lodo, difamaciones y mentiras.

El 2018 representa un momento estelar en la historia de nuestro país, el proceso electoral que está en curso no se desahoga solo al votar, hay que tener conciencia de que el voto significa la transformación y el cambio verdadero, significa estar del lado correcto de la historia, representa la posibilidad real de avanzar en un cambio de régimen y no únicamente en un cambio de gobierno.

Si lo que indican la totalidad de las encuestas se cumple, el próximo 1 de julio, Andrés Manuel López Obrador ganará la elección para presidente de la república. Este acontecimiento debe marcar un hecho importante en la historia de nuestro país por varias razones. La primera y quizá la más significativa, porque por primera ocasión por medio del voto mayoritario sería presidente de la república un claro y contundente opositor al régimen prevaleciente. Esto debe ser así y no únicamente un cambio de gobierno como ocurrió en el año 2000, cuando Vicente Fox ganó la Presidencia y terminó con los gobiernos priistas, o 2012, cuando Enrique Peña Nieto recuperó para el PRI la titularidad del Poder Ejecutivo federal.

Conviene precisar ambos conceptos: cambio de gobierno significaría un simple relevo en el grupo gobernante, pero mantener básicamente el mismo proyecto, las mismas formas, con los mismos resultados, lo cual se traduce en pobreza para más de la mitad de la población, una profunda desigualdad, estancamiento económico, violencia, inseguridad y corrupción. Eso es lo que ha ocurrido del año 2000 a la fecha y lo que ha sumido al país en la lamentable situación en la que ahora se encuentra.

Contrario a la imagen que han pretendido sembrar, cuando hablamos de cambio de régimen nos referimos a transformaciones de fondo en el funcionamiento del Poder Ejecutivo federal, en la Ciudad de México y en los gobiernos estatales. Por supuesto que nadie piensa en expropiaciones, en cacería de brujas o en desplantes autoritarios que limiten derechos y libertades.

Cambiar de régimen significa terminar con el círculo de la corrupción y la impunidad, significa gobernar del lado de la gente, con transparencia y honradez. Aplicar los recursos públicos con disciplina y eficacia.

Al ejercicio del poder público hay que quitarle la frivolidad, la fatuidad, la opulencia, el derroche, la fantochería, y hasta el miedo que la gente siente cuando se ve ejercerlo; hay que de

volverle el sentido ético y moral, hay que hacerlo un acto humano, sencillo, cotidiano; nunca más el poder como instrumento de venganza, nunca más como vía de enriquecimiento, nunca más ningún preso político, ni ninguna persecución a adversarios y críticos. Libertad de prensa, libertad de conciencia, sociedad de libertades. Esto es parte de lo que entendemos como un cambio de régimen.

@MBarbosaMX