Por Antonio Vargas Mac Donald

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]A[/su_dropcap]quí nadie aprende de la historia. Los sombríos acontecimientos de Tlatelolco se repiten. Parecemos olvidar que sus frutos fueron venenosos —lo irreparable de la muerte, el odio que desune, el resentimiento que lacera y el desdoro de la imagen de México y su revolución en el exterior. A cambio de esto, ningún avance de las causas que los jóvenes de intención limpia fueron a defender. Si acaso, la politización de algunos mexicanos más, porque —quiérase o no— la sangre politiza.

El gobierno logró una paz forzada, que no es verdaderamente paz. A nadie convenció, y una profunda desunión, una inconformidad dicha en voz baja, mantuvo la inquietud. Los presos de aquella jornada fueron una espina en el costado del gobierno, una herida que no cicatrizaban. Como los cosmonautas, los gobernantes tuvieron que envolverse en una atmósfera artificial, de cortesanos y acarreados, ante la impopularidad.

Nadie recogió nada bueno.

A pesar de tan dura lección para estudiantes y gobierno, este diez de junio se repite el estéril sacrificio, justamente cuando la gradual salida de los presos del 68 parecía a punto de saldar la cuenta de aquella odiosa masacre, y cuando el nuevo gobierno acababa de dar una prueba inobjetable de su adhesión al principio de autonomía universitaria, en el caso de Monterrey. El Presidente Echeverría dedicaba, en mayor medida que sus antecesores, atención, empeño y tiempo a los asuntos estudiantiles.

Pero los instigadores de la masa habían preparado una manifestación en la Universidad Nacional y el Instituto Politécnico para mostrar solidaridad con los huelguistas de la Universidad de Nuevo León.

Arrebatada la bandera de la autonomía universitaria por el gobierno y con los restantes presos a punto de salir en libertad, los organizadores y líderes quedaban frustrados, pues la manifestación perdía su objeto.

Pero agitar, agitar siempre, es el propósito; mantener conflicto abierto entre los estudiantes y el poder público, creyendo equivocadamente que esa chispa podrá encender un día la hoguera de una revolución social; o simplemente conservado, el calor del conflicto, la razón de ser, de figurar y dominar, de los oportunistas.

Con tal de no desistir se buscaron otros pretextos para la manifestación. Algunos de los objetivos declarados eran utópicos, como la unidad obrero-estudiantil; otros resultaban insensatos, como la protesta contra una reforma educativa que todavía nadie sabe en qué consistirá, y por fin, los de más substancial apariencia —las reformas a las leyes orgánicas de la Universidad y el Instituto Politécnico— pertenecen al género de peticiones que no se conceden bajo presión. Y esto los líderes estudiantiles lo saben de sobra.

Lo que aconteció después nadie lo ignora. Diez mil muchachos y muchachas inermes salieron a la calle conducidos por organizadores profesionales del desorden, unos de fuera y otros de dentro. En la densa multitud figuraban los centenares de infiltrados, espías y provocadores, cuya existencia y actividades conocen cuantos tengan relación con los planteles.  De pronto, misteriosamente, como brotados del centro de la Tierra, conducidos en vehículos pintados de gris, surgieron hasta diez centenares de guardias de asalto, físicamente escogidos, obviamente adiestrados y portadores de varas de bambú y de flamantes metralletas.

Metódica y cruelmente disolvieron la manifestación, golpeando, hiriendo, matando, y fueron especialmente crueles con los reporteros gráficos, sin duda para contribuir gorilescamente a celebrar la libertad de prensa. Tenían instrucciones de eliminar la irrefutable prueba de sus atropellos.

Las fuerzas del orden limitaron su intervención a un mínimo. Casi todo corrió por cuenta de los golpeadores cuya paternidad nadie quiere admitir. Obra será de generación espontánea.

Tlatelolco debería habernos enseñado que la matanza nada resuelve. Si el terror oculta los síntomas, en cambio la dolencia social se vuelve más profunda. En torno de cada tumba se forma y ensancha un círculo de odio e impotencia, de venganza aplazada, mientras se maldice en la intimidad al gobierno y se crea la verdadera oposición. No la de los partidos, sino la de los individuos y las familias: la oposición pulverizada que se cuela por todos los resquicios.

El gobierno debió darse cuenta de que no todo es postizo en el movimiento estudiantil. Si hay espías y provocadores ¿quién los puso?; si existen profesionales de la agitación, a los que no importa la pérdida de vidas ajenas; si los jóvenes son ardorosos y braveros y no saben plantear sus demandas, también existe un fondo respetable de inconformidad con las injusticias del sistema social y las simulaciones del orden político. Los jóvenes en general no creen en la eficacia de las promesas oficialistas ni en la sinceridad de los políticos con poder. Están convencidos que nada cambiará porque la clase dominante está interesada en que nada cambie.

Los muchachos quieren reformas eficaces a corto plazo y autenticidad en la política. Ellos nunca han gobernado e ignoran que en el poder no todo lo que se quiere se puede. Por eso no se conforman con que se dé trámite dilatorio a la justicia social, ni admiten las vistosas apariencias con que se encubre la corrupción. Tienen mucha más prisa que nosotros, a pesar de que el porvenir es suyo, y su impaciencia debería ser una acicate, no una ofensa, para nuestra lentitud.

Justamente son estas justificadas actitudes de la masa juvenil las que aprovechan los agitadores sectarios para avivar el descontento latente, ya que el partido mayoritario no ha sabido atraer al grueso de los jóvenes.

No es justo pues, que se trate al movimiento estudiantil como se trataría a una horda de malhechores. Una manifestación de estudiantes no es un vulgar caso de política. Los estudiantes son una materia noble inflamable. Equivocados o no, forman una comunidad —la comunidad de nuestros hijos— que actúan con desinterés y cree que puede tocar el porvenir con el alcance de su brazo.

No los tratemos como delincuentes, no los hacinemos en las cárceles.

La violencia aplicada nuevamente el diez de junio, hace el juego a los instigadores de la discordia, pues justifica el estado de conflicto. Si las autoridades desean la concordia, deberán de buscarla por los caminos de la tolerancia, que no es debilidad, sino respeto al derecho de disentir.

Si los estudiantes desean tranquilidad, atención a sus demandas, reformas justas, que no se dejen conducir por agitadores de toso el día derrocan gobiernos y cambian sistemas sociales en el delirante campo de su imaginación. Medios hay que hacerse oír y atender distintos del tumulto.

La efectividad de la investigación que ordenó el Presidente Echeverría y el castigo de los culpables, será lo único que coloque al gobierno encima de toda sospecha en la opinión del público.

Esa investigación camina. Debe hacerse sin posiciones prejuzgadas, pues si las hubiera se viciaría desde un principio. Si se parte de las consabidas expresiones condenatorias de actos estudiantiles, sería tanto como anticipar el fallo. Altos o bajos, los responsables de esta nueva matanza deben ser señalados, para que se cumpla el ofrecimiento del Presidente Echeverría, de castigar a los culpables. Lo irremediable yo no tiene, remedio, valga la perogrullada. Pero estableciendo claridad podrán remediarse otro males.

>>Texto extraído del número 939, publicado el 23 de junio de 1971, en Siempre!<<