Daniel Téllez
El hombre no descubre el mundo de una vez para siempre, sino a través de renovadas y continuas sorpresas. Para José Carlos Becerra, nacido el 21 de mayo de 1936, en la exuberante tierra tropical de Carlos Pellicer y José Gorostiza, el mundo es una creación permanente y cada instante se significa por las circunstancias renovables. Su presencia física fue fugaz en una realidad también fugaz y sin claudicaciones “murió en plena búsqueda”, como anotó Octavio Paz porque como el mismo Becerra escribió “en tanta luz era la oscuridad la que guiaba mis pasos”. Expulsado de un reino y de una década —la de los sesenta— que nunca terminó de asumir, su poesía se presenta, a la distancia, amenazada por la zozobra y la devastación, materialidad del mundo que se desmantela entre apariciones y desfiguros. En José Carlos, la exploración del universo se halla en ese vértice que la historia ha perdido y olvidado: la diminuta fracción de su tiempo.
Becerra comparte con el cubano José Lezama Lima armonías donde el poema es “nocturno caracol en un rectángulo de agua”, es decir, receptáculo, espejo que refleja y vierte los sonidos del mundo. De la misma manera que lo había entendido en Paz, “caracol donde resuena la música del mundo”, la escritura de Becerra con su seguridad pasmosa añade a la intuición, instinto y mirada: “Estoy aquí después de extrañar mi mejor ofrecimiento,/ aquí la escondida aptitud del metal con que los dioses antiguos desnudaban la desgarradura del mundo,/ el crimen como un acto fallido de amor,/ la cicatriz invencible de la muerte, la vieja destreza de los labios colectivos,/ el llamado del mar, las señales del pájaro sepultado en su vuelo”. (“Ulises regresa”).
Entre la figura y la sombra, su poesía es la de un hombre escapado del tiempo. Dicha evasión es la otra dimensión de su escritura: la imagen del mundo. El rito de iniciación —también compartido con el autor de Analecta del reloj— es el espacio sagrado, el acto místico donde la oscuridad de la palabra permite también iniciarse. Entre lo que encierra la palabra del —también arquitecto— poeta José Carlos Becerra, la mirada encuentra de frente al mundo, bajo la conciencia del tiempo que lleva a la muerte; lo que fluye vive en el mundo de la imagen, que es también la conciencia del tiempo abolido y corruptible. Como el poeta Paul Valéry —el más intenso brillo de la inteligencia crítica de la primera mitad del siglo XX—, Becerra recuerda la paradoja donde la escritura está implicada en la muerte, su existir en el no existir. Regresa de la profundidad de la palabra, se descubre como una tierra nueva. Es en la palabra —como en la palabra del interlocutor del Señor Teste, de Valéry— roca de salvación en la que la mirada incomunicable se aferra después de tantos silencios inhumanos, como la tierra misma.
José Carlos encuentra en la palabra poética el otro espacio del paraíso, el lugar del enamoramiento de la carne, de la piel. En “Oscura palabra”, largo poema elegiaco a su madre, muerta el 6 de septiembre de 1964, la catarsis de la piel y la mirada se contemplan en una insondable carta sideral: “a solas como el mar que rodea el naufragio/ hemos de contemplarnos tú y yo”; lo que queda de la piel es sombra: “nada nos une ahora, sólo este silencio/ único cordón umbilical tendido sobre la noche/ como un alimento imposible”; saeta sobre la sombra que se desprende de su piel: “también en mí hay algo tuyo a lo que deberían llevarle flores/ ese algo es el niño que fui/ ya nada nos une a los tres,/ a ti, a mí, a ese niño”.
La travesía que propone José Carlos Becerra es un acto de celebración con el pasado para llegar a la virtud del ser. Octavio Paz, en el prólogo “Los dedos en la llama” a su obra poética completa (El otoño recorre las islas, Ediciones Era, 1973), preparada por Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco [“el mismo día en que nos enteramos de la muerte de José Carlos Becerra decidimos recopilar su obra poética”, apuntan los antologadores en “Nota sobre la edición”], señala la matizada evolución del poeta, de una juvenil nostalgia y ansia de reconquistar el pasado en la victoria de la poesía, hasta su encuentro directo con la realidad, con las aristas novedosas de la ciudad, móvil, al cabo, de sus más intensos momentos líricos.
Como Saint John Perse, que advierte distintos aspectos de lo divino y del Ser, tema señero de su obra, Becerra asume su encuentro con la realidad y su tropiezo: la visión de la unidad del ser dentro de la diversidad de los fenómenos y las formas de la disyuntiva poética del momento. A ese estado que pretende regresar a un pasado canónico, le continúa la búsqueda de nuevos medios expresivos. José Carlos entiende que la novedad supone un aquí y ahora, una apuesta crítica frente al repertorio formal de la época y de la Ciudad de México: “sitio donde el polvo y la piedad/ se lavan los dientes”. Becerra destruye y reconstruye el lenguaje al ritmo de las selvas de la infancia en las llanuras tropicales de su Tabasco natal. No abandona la lentitud abarcadora del pausado versículo por el verso fabulador de la imagen; sabe que entre el estremecimiento del poeta y los sentidos, la palabra brinda espacios que son la luz: “toda carrera por el oro/ tiene un héroe,/ la disminución del Paraíso/ produce un aumento compensatorio/ en la antropología ritual”. (“La quimera del oro”).
Siguiendo a André Gide, quien aconsejaba que el poeta debe contradecirse a sí mismo, luchar contra sus dones, Becerra asienta en la segunda carta enviada a Lezama Lima, fechada en la Ciudad de México, el 21 de diciembre de 1968 (la primera data del 28 de septiembre de 1967, firmada también desde su departamento en Río Guadalquivir 58, y la tercera enviada desde Londres el 3 de enero de 1970, última carta cuya respuesta ya no alcanzó a recibirla José Carlos), el llamado que lo reclama desde las profundidades literarias, una vez exploradas sus lecturas, sus revelaciones luminosas y la obstinación versal, escrito ya su primer libro Relación de los hechos en 1967: “Después de leerlo a usted, querido y admirado Lezama, yo he sido más yo. Su obra representa esa experiencia última sin la cual yo no podría ahora indagar y ver en el lenguaje, no en la ‘realidad’. Qué hermosa deuda tengo con usted y cómo me enorgullece portarla”.
La poesía de José Carlos Becerra no aspira a modificar la marcha del tiempo vivido (el viviendo), tampoco eludir el pensamiento ni el encuentro del poeta consigo mismo. Su naturaleza reside fuera del tiempo y se alimenta de lo eterno: “Vuelvo a ti,/ el otoño y el grillo se unen en la victoria del polvo./ Vuelvo a ti, vuelves a la caída, al primer acto”. (“Memoria”). Los terrenos de la poesía lo sorprenden en una curva cerrada, cercana a un puente ferroviario, al volante de su VW 1500 y le anuncian su fin a muchos kilómetros por hora, entre Bari y Brindisi, Italia, la madrugada del 28 de junio de 1970. Había trazado su itinerario de la mano de Pellicer para embarcarse en uno de los buques transbordadores que unen la zona de Italia con Grecia, convencerse de su búsqueda y con lucidez propia mirar a tiempo su pasado, no con nostalgia por el paraíso perdido (como el poeta Hölderlin que tampoco llegó a pisar suelo de Grecia), sino con la vocación del profeta que incrédulo interroga por la suerte del mundo.
Porque su poesía recorre otro tiempo, no breve como sus treinta y cuatro años de vida, pero sí fértil y rebelde como la ciudad de “Ragtime”, sueño monstruoso del ruido de la noche donde los muertos buscan su tiempo de eternidad, Becerra cree como Jorge Luis Borges, que la eternidad anhelada por los poetas es un artificio espléndido que libra de la opresión de lo sucesivo y del tiempo. Frente a lo inestable, Becerra permanece no en la Bagdad olvidadiza —que arranca de su memoria a sus hijos desaparecidos— como anota el poeta Gilberto Owen, sino en la mañana gris frente al Adriático y los muros de demencia que su poesía levanta, entre la competencia del poeta y la razón del mundo que quiere nombrarnos: “Contadme un poco de mí: quiero aprender a hablar de ustedes./ Cada palabra que llega a mis labios le abre la puerta a una frase cubierta de polvo,/ un mensajero que sin limpiarse de las botas el lodo del camino entra y se sienta a mirarme;/ cada palabra que llega a mis labios me trae un oscuro mensaje/ de aquella, la Palabra desconocida, que yo sigo esperando”. (Ragtime”).