Algo es claro: el presidente de los Estados Unidos de América, Donald John Trump logró, en poco menos de un año y medio de residir en la mítica Casa Blanca,  que una gran mayoría de los mandatarios de Occidente, que desde 1945 han sido aliados de la Unión Americana, por lo menos se sientan incómodos y disgustados por los tuits y por las declaraciones que cotidianamente hace el mentiroso mandatario. El repudio contra el extravagante magnate rubio, ya no sólo se manifiesta en los altos círculos del poder en muchos países, sino en buena parte de la sociedad estadounidense, aunque todavía conserva el apoyo de grandes núcleos conservadores que le son fieles.

 La reciente cumbre del G7 —que ya es objeto de mofa y de chistes, ahora se le designa como la G6 + 1—, en La Malbaie, provincia de Quebec, Canadá, fue escenario de actos fuera de tono por parte de Trump. Hasta los mandatarios más ecuánimes, como la canciller Ángela Merkel y el presidente de Francia, Emmanuel Macron, no resistieron la embestida del “gringo” y se lanzaron al ruedo.

En contra de las reglas protocolarias acostumbradas en este tipo de reuniones, que se inician con puntualidad, Trump llegó tarde, al grado que el anfitrión, el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, tuvo que proceder con la ceremonia y dijo: “no podemos seguir esperando a los retrasados”. Al fin llegó y tuvo que saludar de mano a los mandatarios presentes. En ocasiones anteriores Trump ha tratado de impresionar a sus visitantes apretando fuertemente sus manos. Ahora encontró la repuesta a sus excesos. Cuando quiso demostrar su vigor al presidente francés, Emmanuel Macron, éste, mucho más joven y fuerte que el estadounidense, le sostuvo el embate al grado que dejó marcado su pulgar sobre la diestra del magnate que acusó el apretón. Los fotógrafos no desperdiciaron la ocasión y las fotos circularon rápidamente. Macron le demostró a Trump su fuerte lenguaje corporal provocando múltiples interpretaciones sobre “el equilibrio de poderes entre ambos”.

Los analistas abundan, desde hace semanas, en la fractura de las grandes potencias del G7. Lo sucedido en la víspera y el inicio de la cumbre en Canadá demuestra que las turbulencias entre los participantes no son debido a los “saludos de mano”, sino que constituyen una profunda crisis en el bloque de las potencias occidentales provocada por el giro aislacionista de Washington.

Desde el principio de la reunión, Trump hizo fuertes reclamaciones  públicas a sus pares de Canadá y Francia, debido a las respuestas que hicieron ambos por los aranceles dispuestos por el gobierno estadounidense sobre el acero y el aluminio. Aranceles que deben pagar también México y los miembros de la Unión Europea.

Trump llegó a la cumbre como bravucón de barrio. Provocativo, antes de arribar a Canadá,  adelantó su propósito: “Soy la peor pesadilla de Rusia, pero —aclaró a la prensa que lo acompaña en el avión presidencial Air Force One—, dicho esto, Rusia debería estar en esta reunión…¿Por qué tenemos una reunión sin Rusia? Te guste o no, y puede que no sea políticamente correcto, tenemos que gestionar los asuntos globales”. Aún sin hacer acto de presencia en La Malbaie, el pequeño pueblo de la región de Charlevoix, Quebec, Trump ya había prendido la mecha en la cumbre del G7. Sin duda, el propósito del presidente de EUA era reventar la reunión del grupo porque de antemano sabía que varios de los presentes no estaban de acuerdo con su disposición de subir los aranceles sobre el acero y el aluminio. Así, Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, presente en el G7, rechazó sin titubeos el “regreso” del Kremlin al selecto grupo y acusó al mandatario estadounidense de querer “cambiar” el orden internacional y reconoció que esa sería la cumbre “más difícil en años”.

Tusk recalcó : “Dejemos el G7 como está ahora. El siete es un número de la suerte. Al menos en nuestra cultura”. Aclaración a la que se agregaron Francia y el Reino Unido. La iniciativa de Trump solo encontró apoyo en el nuevo primer ministro de Italia, Giuseppe Conte.

El G7 –un grupo de países “ricos” (EUA, Canadá, Francia, Alemania, Japón, Reino Unido e Italia), que al parecer compartían una visión global del mundo, se reúnen periódicamente para fijar acuerdos de actuación política y económica. Al final de cada una de esas cumbres, es costumbre suscribir un comunicado en el que reafirman los valores que los identifican. Sus discrepancias suelen leerse entre líneas en declaraciones anónimas o en discursos con muchos matices. Todo este escenario diplomático está en crisis. Al llegar Donald Trump al poder las dinámicas del G7 cambiaron en las formas y en el fondo. La propuesta del magnate para que Rusia nuevamente forme parte del grupo y el apoyo italiano a su idea, evidencia que el tablero es más complicado de lo que parece.

Hace cuatro años, cuando el G8 expulsó al Kremlin de sus filas —por el conflicto en Crimea—,  y se volvió a convertir en el G7, el representante del Tío Sam era un creyente cabal del multilateralismo como Barack Hussein Obama, entonces la cabeza de Italia era Mateo Renzi, del Partido Demócrata, y el Reino Unido no había realizado el Brexit. En cierta forma, Rusia ha sido un advenedizo. Su incorporación con todos los derechos al G8 tuvo lugar en otra cumbre en Canadá, en 2002. Anteriormente, desde 1997, Rusia acudía a los encuentros como socio bajo el formato G7+1.

Ahora, en su ánimo aislacionista, Trump hizo que las chispas saltaran al disponer el cobro de aranceles —del 25% y el 10% respectivamente—, sobre el acero y el aluminio a Canadá y la Unión Europea. Pero el trasfondo del asunto es más profundo. Donald Tusk lo explicó muy bien: “Lo que más me preocupa es que el orden internacional  basado en normas está siendo atacado. Y lo que es bastante sorprendente, no por los sospechosos habituales, sino por su principal arquitecto y garante, Estados Unidos”.

Los europeos, como los canadienses y los mexicanos (que negocian cuesta arriba la supervivencia del TLC después de 25 años de vigencia), saben que la Unión Americana que garantizaba la estabilidad, el capitalismo y la democracia, se ha convertido en un grave riesgo con Donald Trump, empeñado en destruir el sistema multilateral y desestabilizar la Unión Europea, amén de pretender que México pague la construcción de un muro fronterizo que “impida” la llegada de inmigrantes mexicanos, centro y sudamericanos y la introducción de drogas para el insaciable mercado de consumidores estadounidenses.

Al término de la cumbre se armó la de Dios es Cristo. Pese a la crisis comercial desatada por las disposiciones arancelarias de Donald Trump sobre el acero y el aluminio, los países más industrializados pertenecientes al G7 hicieron concesiones para lograr un comunicado conjunto que apelaba a la rebaja de esos aranceles en forma genérica, pactaba reformar la Organización del Comercio  y reivindicaba un libre comercio “recíproco” y “equitativo”.

En la rueda de prensa de la ceremonia de clausura Justin Trudeau fue crítico con Trump. “Los canadienses somos amables y razonables, pero no nos van a avasallar”; es “insultante” que Washington haya usado el argumento de la seguridad nacional para subir los aranceles a sus productos, tomando en cuenta que soldados de ambos países “han luchado hombro con hombro en tierras lejanas en conflictos desde la Primera Guerra Mundial”.

En esos momentos Trump viajaba con destino a Singapur –para su publicitada reunión con el jerarca de Corea del Norte, Kim Jong-un, de cuyo éxito depende en gran medida el futuro del mendaz magnate–, y al leer las palabras del mandatario canadiense hizo otro de sus acostumbrados berrinches. Tomó su arma preferida: la cuenta de Twitter y acusó a Trudeau de mentiroso, anunció que ordenó a sus colaboradores no firmar el comunicado de la cumbre. Acusó al anfitrión de la cumbre de haberse comportado de manera “dócil” y “suave” en las reuniones y en la rueda de prensa final de “muy deshonesto y débil”.

Angela Merkel, por su parte, declaró: “Habíamos hablado seriamente de temas claves, habíamos llegado a un acuerdo y luego la forma como el presidente (Trump) retiró su apoyo, a través de un tuit, fue como una ducha de agua fría e incluso deprimente”.

Así se entiende la fotografía en la que la canciller alemana, de pie, rodeada de todos los participantes en la reunión, con las manos sobre una pequeña mesa, con evidente signo de enojo, se dirige al soberbio presidente Donald Trump, sentado (como si estuviera en el banquillo de los acusados). El pie de fotografía diría: “Todos contra Trump”. Un día, Trump terminará así. Al tiempo. VALE.