El hombre aprende en la mujer y la mujer aprende en el hombre lo trágico

y grandioso del destino humano…

Mariano Picón-Salas

A una amiga la despidieron de su trabajo porque se embarazó. Ya contrató a un abogado y está metida en un juicio interminable, como todos los juicios en México, debido, en gran parte, al engorroso, cortesano y vergonzoso lenguaje jurídico, con sus ambigüedades, vericuetos, perífrasis, anacolutos, arcaísmos e infinitas subordinadas e incidentales (cero economía lingüística). Hace meses, una conocida perdió su trabajo porque a su jefe se le ocurrió contratar a un amigo suyo, pese a que mi conocida llevaba 15 años en esa empresa. Años atrás, otra amiga y yo laborábamos en el mismo lugar y hacíamos lo mismo, pero a mí me pagaban más… ¿Es eso equidad de género? Ja, ja.

Yo me considero al mismo tiempo feminista, indigenista, regionalista y perteneciente a todos los ismos que atienden al otro. En definitiva, pretendo ser un humanista de la alteridad. Siempre me ha preocupado el otro y no la hegemonía de un yo (cualquiera que sea). El otro ha sido el pobre, el negro, el indígena, el gitano, la mujer, el homosexual, la lesbiana, el transgénero, el minusválido (sin eufemismos) o como se le llame: es finalmente el otro. En este espacio ya he publicado lo que podría considerarse un boceto encaminado a un humanismo de la otredad.

Pero tal humanismo incluyente suena bonito en la teoría. En la realidad, sin embargo, nada cambia. La mujer común y corriente sigue igual o peor, como lo vimos con los ejemplos que expuse. Lo mismo ocurre con los indígenas. Pero eso sí: deseamos arreglar las cosas en los documentos para que la mujer se sienta incluida, y de paso destruir nuestra bella lengua, la lengua de Cervantes, de Sor Juana, de Carpentier, Lezama, Rosario Castellanos, Josefina Vicens, Elena Garro, Luisa Josefina Hernández, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Inés Arredondo y un largo etcétera.

Otra amiga (feminista) me comentaba hace poco que esa tontería de poner “niños y niñas”, “maestros y maestras”, así como una arroba o una equis dizque para “incluir” a las mujeres en una lengua supuestamente “patriarcal” o machista es una medida atroz que sólo ha servido para darles una palmadita en la espalda a las mujeres, a fin de que se sientan incluidas en el papel, mientras que en la realidad todo sigue igual o peor. Lo mismo ocurre con payasadas como la palabra amigues para no usar el genérico amigos, pues los acomplejados lo reducen a un simple plural masculino, sin considerar la riqueza semántica de los conceptos. Se trata de una forma de engañar a las mujeres. A mí me parece que el mal llamado “lenguaje incluyente” no es sino una cortina de humo. En Francia lo acaban de prohibir: su gobierno llegó por fin (y de repente) a un estado de lucidez que los gobiernos latinoamericanos están lejos de lograr. Hace treinta años, nadie pensaba en sexo al decir “los maestros” o “los niños”. Eran simplemente los niños o los maestros y ya. Sabíamos que el genérico coincide con el masculino plural, y que era y sigue siendo incluyente. El problema hoy radica en que los ignorantes (abrumadora mayoría) confunden género gramatical con sexo. ¡Ahora se nos obliga a pensar en sexo al escribir o hablar en discursos o documentos oficiales!

En el fondo, el lenguaje “incluyente” nos divide, nos separa, genera una absurda guerra de sexos: es un lenguaje de odio y separación. Su discurso “incluyente” resalta y subraya las diferencias, en lugar de propugnar equidad. Entonces se ha convertido en discurso de odio y segregación. Hace tiempo, publiqué el artículo “¿Equidad de género o sexismo?” (puede leerse en WordPress). La tesis es que el llamado “lenguaje incluyente” es sexista, lo que se comprueba con argumentos históricos y lingüísticos, pero además (agrego) es un insulto, una ofensa contra las mujeres. Las feministas activas, de acción, que buscan la equidad real, lo saben y consideran ridículo que esa “inclusión” se dé en los discursos oficiales. ¿Lenguaje incluyente? Más bien un fabuloso teatro del absurdo de quinta categoría, que atenta contra la economía lingüística y el lenguaje llano, tan necesario en los documentos oficiales con un fin social inmediato y práctico (leyes, oficios y discursos políticos), pero también en todo tipo de juicios y textos administrativos. Si se hace necesario dejar atrás tanto papeleo burrocrático (con doble “r”), el llamado lenguaje “incluyente” atenta contra esa necesidad y nos hace volver a un barroquismo tan innecesario como hipócrita e ineficaz. Pese a lo anterior, un periodista escribió en El País que estar contra el lenguaje incluyente es estar contra los derechos de las mujeres (¡!), y usó una desafortunada metáfora: censurar dicho lenguaje es como censurar a los bomberos cuando rompen una hermosa puerta para salvar a la gente de un incendio. Asocia al idioma con un obstáculo real (la puerta), como si nuestra lengua fuera un obstáculo que debe violentarse y el cambio en la lengua implicara necesariamente el fin de la injusticia real para las mujeres. Es sintomático que una lingüista de verdad haya escrito antes, en el mismo periódico, contra esa insensatez del llamado lenguaje “incluyente”.

Coda: preveo que, tras “leer” este artículo, no faltará el descerebrado que me tache de “machista” por desear que las cosas se arreglen en la realidad real, respetando nuestra lengua. La RAE ha advertido que censurar el diccionario no acabará con el machismo. Varones y mujeres somos parte de una misma humanidad, trágica y grandiosa al mismo tiempo. Debemos apoyarnos mutuamente y no separarnos.