Por Carlos Fuentes

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]L[/su_dropcap]os acontecimientos de 1968 fueron el desbordamiento, confuso, vital y necesario, de una país carente de medios democráticos de expresión. Acostumbrado a creer, desde hace cerca de treinta años, en sus propias falacias de “unidad nacional” , “estabilidad” y “milagro mexicano”, el gobierno no supo responder políticamente al desafío político de los jóvenes: los asesinó, en cambio. Pero la sangre derramada no lo fue en vano. Al destruir esas falacias, el sacrificio de Tlatelolco puso en crisis al sistema y lo colocó ante una disyuntiva: democratizar o reprimir.

Ahora bien, la razón de ser del sistema mexicano es que la conjunción del poder presidencial y la maquinaria político-burocrática del PRI puede mantener la paz mejor que los militares; en ello estribaría la superioridad mexicana sobre sistemas como el argentino o el brasileño. Lanzado por la vía de la represión, el sistema mexicano sacrificaría esa razón de ser; estaría, de hecho, invitando a los militares, que saben hacerlo mejor, a ocupar el poder represivo. La vía de la democratización, en cambio, ofrecía (y ofrece) perspectivas mejores: corresponde a los deseos reales de la mayoría parte del país: promueve una coincidencia entre la materia viva y la forma política del país, en la actualidad profunda mente divorciadas, al ir reformando el sistema político mediante una creciente actividad ciudadana. Pero el camino democrático, desde le punto de vista del sistema, también presenta peligros: ¿puede la democracia plana conciliarse, al cabo, con las grandes ganancias de la burguesía financiera, con la mala distribución del ingreso, con el sometimiento oficial de las agrupaciones  gremiales y, en última instancia, con la hegemonía imperialista de los Estados Unidos en México?

Echeverría optó, de todas maneras, por el camino de la democratización. Pero, como lo demuestran los hechos del jueves 10 de junio, no desmontó la maquinaria represiva cuya existencia contradecía sus palabras de diálogo, conciliación y crítica. No hay diálogo posible, aun cuando ocupe el centro del escenario, si entre bambalinas están apostados grupos de gángsters armados dispuestos a interrumpirlo en cualquier momento.

Así y todo, el país vivía una atmósfera distinta a la inmediatamente anterior, que fue una atmósfera de terror, crimen, incompetencia, venalidad y venganzas mezquinas. La retórica presidencial pasó una prueba: el conflicto de Monterrey, victoria, aunque muchos la consideren parcial, de las dispersas, desorganizadas, aunque mayoritarias, fuerzas democráticas de México. En vez de actuar políticamente, organizándose, aclarando su ideario y formulando exigencias precisas, consolidando esa victoria parcial, algunos estudiantes decidieron manifestarse en las calles. Puede discutirse la oportunidad de esta manifestación; lo que es indiscutible es su derecho constitucional a hacerlo, sin pedir permiso y sin dudar que la vigencia del articulo 9 de la Constitución pueda ser limitada por reglamentos municipales. Igualmente indiscutible es que la manifestación fue aprovechada, brutal, sangrientamente, por las fuerzas de derecha, representadas por grupos de choque paramilitares que, con la aparente connivencia de las autoridades de la ciudad, asesinaron e hirieron a los estudiantes inermes.

El dolor y la confusión nacional que han seguido a estos hechos son explicables. Dolor por estas nuevas muerte irracionales, evitables. Confusión porque nadie sabe claramente quién actuó y como actuó, quién entrenó a las padillas fascistas, quién les pegó, quién las armó, quién las transportó. Confusión, sobre todo, como resultado de tres décadas sin medios de información veraces, sin represión popular auténtica, sin sindicatos libres, sin vida ciudadana crítica y activa. Nadie sabe nada: el rumor, en consecuencia, cunde. Los intereses políticos en pugna, no habiéndolo hecho desde tiempos de Ávila Camacho, nos expresan abiertamente sus ideas y sus propósitos; una espesa capa de intriga urde complicidades de todo género. Pero la pregunta central sigue sin respuesta: ¿quién les dio órdenes a los “Halcones” fascistas?

A los seis meses de iniciado, el gobierno del Presidente Echeverría ha hecho crisis. Las palabras y los actos se someten a una prueba determinada por la historia a ritmo, quizás, más veloz que el deseado por el Presidente. A la disyuntiva ¿democratización o represión? se añade ahora una tercera opción: la muy peligrosa de que todo se quede en palabras. En cambio, si el Presidente, apoyado por la opinión pública, desmonta rápidamente el aparato represivo heredado de 1968, señala y castiga a los culpables, limpia a su gobierno de herencias indeseables y enfrenta cabalmente las consecuencias indeseables y enfrenta cabalmente las consecuencias prácticas de la política que lleva seis meses enunciado, y que no son otras que el fortalecimiento de la iniciativa económica y social del Estado frente a las fuerzas regresivas de la iniciativa privada y el apoyo de esa acción en la libre determinación de los medios informativos, las agrupaciones campesinas y obreras emancipadas de tutelas degradantes y los grupos críticos con verdaderos programas de izquierda, México podrá ocuparse de su verdadera tarea, que es ganar una democracia auténtica en lo interno y un grado mayor de independencia en lo extremo.

El otro camino, el de la represión oficial, la confusión de los intereses minoritarios de la empresa privada con los intereses nacionales, la complacencia ante bandas nazis y la perpetuación de los vicios del terror y el sometimiento, sólo puede conducirnos al gorilato interno y a la sumisión externa. Si esto sucedió en Argentina y Brasil, ¿por qué no habría de suceder en México? Sólo la voluntad de autoengaño puede hacernos creer en nuestra singularidad. Un fascismo local puede sostenerse largo tiempo, dada nuestra vecindad con los Estados Unidos y la debilidad de nuestra estructura democrática.

Las razonadas exigencias ciudadanas y la acertada decisión de Echeverría pueden, todavía, cerrarle el paso a ese proyecto de esclavitud. Un país como el nuestro no puede darse el lujo de cerrar las pocas puertas de desarrollo democrático que tiene abiertas. Mantenerlas abiertas, con la razón, la organización, la crítica  y la demanda de que la ley se cumpla estrictamente, debe ser el programa fundador de una nueva izquierda.

>>Texto publicado el 23 de junio de 1971, en la revista Siempre! Número 939<<