Por Guillermo Fajardo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]L[/su_dropcap]a historia se repite cada cuatro años: cuando México juega contra alguna potencia mundial —Alemania, Francia, Argentina— nunca faltan los oráculos que le recuerdan al fanático mexicano que hay cosas más urgentes para el país que el embeleso bovino alrededor de un partido de futbol. Tienen razón: como juego, el futbol no es más que la organización efervescente de una competencia cíclica cuyas consecuencias se reducen a alzar una copa. Las conspiraciones que sitúan al futbol como distracción que utilizan un grupúsculo de empresarios o políticos para adelantar reformas o decretos que golpean al pueblo son abundantes. La más reciente fue la decisión de Peña Nieto de privatizar el agua proveniente de alrededor trescientas cuencas en el país y utilizar el partido entre México y Alemania para que nadie se enterara del despilfarro nacional. Lo cierto es que ese decreto no fue publicado mientras veíamos el partido sino el pasado seis de junio. En 2009, el expresidente Felipe Calderón decretó, el 10 de octubre, la desaparición de Luz y Fuerza del Centro, justo cuando la selección mexicana le ganó a El Salvador en el Estadio Azteca, asegurando su pase al Mundial del 2010.

Así, pues, algunos ven el futbol como una cortina de humo que esconde motivos siniestros o posterga problemas más urgentes. La inmediatez de la crisis no permite sentarse a ver un partido durante noventa minutos bajo la advertencia eléctrica de un apocalipsis nacional en puerta. Otros, menos dramáticos, ven el romanticismo futbolero como parte de una antología de insustancialidades a las que no hay que darles mayor importancia. Lo cierto es que este deporte significa algo: algunos pretenden elevarse al reprocharle al aficionado su pasión irreverente; otros, más proféticos y sufridores, insisten en el quinto partido como oportunidad grandiosa de desarrollo nacional.

Y quizá ahí radique su importancia: dado que el futbol se vive como escenario bélico improvisado, una victoria, por artificial que sea, le da a un país la ilusión de una igualdad manufacturada. Es por eso que un torneo de ese tipo irrita a cierto tipo de sensibilidades: porque una victoria mexicana parece maquillar los problemas reales que están fuera de la cancha. Los fanáticos celebraron la victoria de la selección mexicana contra Alemania con una clarividencia inusitada: entendieron que la excepcionalidad del triunfo en un momento de violencia extraordinaria remite a una gesta que es posible repetir en otras áreas. O tal vez no: simplemente disfrutaron de una victoria que los distrajo por unos momentos mientras celebraron un gol como tantos otros. 

El futbol genera este tipo de antipatías porque en México nada parece unir a sus ciudadanos como la selección. Oficialmente, no representan a México: no son diplomáticos o jefes de Estado y su empeño en fallar en los momentos más importantes ha llevado al aficionado mexicano a depresiones y enojos que se olvidan cuando comienza la liga local. La desilusión del fanático mexicano es inversamente proporcional a la espectacular infraestructura mediática que el seleccionado posee para aparecer, de la nada, anunciando sándwiches o refrescos de cola con la estatura moral de algunos próceres.

El partido contra Alemania llegó anunciado por un desorden carroñero que parecía hecho de lava: partidos mediocres ante selecciones medianas y una fiesta —después nos enteramos que el motivo había sido el cumpleaños del delantero insignia del equipo, Javier Hernández— antes de partir a Rusia que los medios, encabalgados en unas fotografías, usaron para revolucionar el arte de las tormentas en vasos de agua. El periódico español El País llegó a proponer su propia conspiración: todos —no solamente ocho seleccionados— habían estado en el festejo, pero solamente se habían señalado a unos cuantos. Eso, según el periódico, revelaba una fractura obvia dentro de la selección. El sedimento del fracaso, pues, estaba anunciado.

En el partido contra Alemania, México jugó con una opulencia de medios insospechada: la defensa lució inmejorable; Héctor Herrera traía en las piernas un optimismo primaveral; Hirving Lozano, en una de las primeras jugadas del partido, convirtió su velocidad en profecía: minutos después haría el gol, similar a esa jugada, que las piernas de un alemán le negaron en ese instante; Miguel Layún, que se cansó de fallar tiros en la portería rival, trajo un tanque de oxígeno que nadie vio, porque subía y bajaba con una ansiedad que transformó en virtud; Javier Hernández se convirtió en el portavoz del peligro que anunciaba una catástrofe mayor para Alemania cada vez que tenía el balón en sus piernas. México ganó uno a cero. Algunos aficionados utilizaron la victoria para quemar banderas alemanas, expresar su beneplácito porque los seleccionados utilizaron a prostitutas o agredir a simpatizantes de López Obrador, que desplegaron propaganda política después del partido. El futbol, lamentablemente, también tiene militantes que obliteran la razón para expresar una fe desbordada que nada tiene que ver con el partido.

Tampoco todo ha sido miel sobre hojuelas dentro del equipo mexicano: Jonathan dos Santos recién declaró que las críticas en contra de la selección mexicana han sido solo por chingar. De esta forma el mediocampista demuestra que la conspiración no está, únicamente, del lado de aquellos que ven en el futbol una agradable morfina social que bloquea las energías políticas de todo un país, sino también de los jugadores, que se dan más importancia de la que tienen: criticar un juego en una mesa de análisis es apenas un rumor que nadie debería tomarse tan en serio. Jugar al más alto nivel, a fin de cuentas, es solo la demostración de que un ser humano ha conseguido una perfección específica en una actividad hecha para entretener. Quien quiera articular el juego en términos estéticos, románticos, económicos o históricos está en su derecho. Yo, por ejemplo, lo acabo de hacer. Quien quiera criticarme también está en su derecho.

Aunque sea solo por chingar.